“Teníamos un juguete; era el más divertido del mundo. No lo habíamos inventado nosotros, pero jugábamos mejor que sus inventores”. Con estas palabras iniciaba Hernán Casciari uno de sus posts más memorables en el que renegaba sobre cómo la violencia iba arruinando el fútbol argentino.
Recordé y releí este texto, para convertir la nostalgia en analogía, luego de recibir el enésimo mensaje de algún excolega del Indecopi lamentando la terrible situación en la que se encuentra la otrora isla de eficiencia.
Cantera de muchísimos abogados, economistas e ingenieros del Perú, y salvavidas de los primeros que, decepcionados de las historias de terror escenificadas en los pasadizos del edificio Alzamora, encontrábamos en las resoluciones del Indecopi la esperanza de que el derecho no tenía que ser el recurso de las leguleyadas y la trampa hecha sentencia. Todo lo contrario, con un lenguaje sencillo, ordenado pero con rigor técnico, los pronunciamientos de los órganos resolutivos del Indecopi se convertían en el mejor ejemplo de que las leyes se podían usar inteligentemente y para el bien común.
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Y vaya que “jugábamos” bien al Indecopi. Cuando me tocó acudir a eventos en el extranjero, era un orgullo contar que venías de Perú, un sentimiento que contrastaba con la realidad futbolera de entonces que no conocía de mundiales ni de “tigres”. El público quería saber más de cómo descubrimos el “cártel del pollo”, preguntaba por el pisco, el maíz gigante del Cusco y las nuevas denominaciones de origen. En tiempos más recientes, se asombraba cuando escuchaba que el Indecopi sancionó el cártel de la construcción más rápido que el Poder Judicial. Ni siquiera importaba si eras trabajador del Indecopi o no, la camiseta era blanquirroja. Porque así como un equipo camina gracias a sus jugadores e hinchas, el éxito de una entidad pública depende tanto de sus trabajadores como de sus usuarios.
Hoy (y desde hace varios años) no trabajo ni litigo ante el Indecopi, pero sus decisiones impactan mi vida. No solo porque como profesor universitario e investigador leo constantemente sus resoluciones, sino porque sus criterios tienen efectos reales en el mercado. Subirán o bajarán los costos de los medicamentos, los pavos congelados y hasta el papel higiénico, dependiendo de la capacidad que tenga la institución para detectar eventuales prácticas anticompetitivas.
Llegará el libro a mi casa en buenas condiciones o podré comprar el pasaje de oferta que vi en la web de una aerolínea si las áreas de Protección al Consumidor y Represión de la Competencia Desleal son capaces de hacer cumplir las promociones que aparezcan durante los días “cyber”. Nuestros universitarios tendrán más o menos oportunidades de educación, dependiendo de lo que resuelva la Comisión de Eliminación de Barreras Burocráticas respecto de la enseñanza virtual.
Por estos y cientos de ejemplos más, a todos –no solo a los nostálgicos como yo– nos debería importar que el Indecopi siga siendo la isla de eficiencia que le valió un prestigio que ha sobrevivido –no sin pocos ataques– durante más de 30 años.
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Nadie niega que el Indecopi requiere ajustes, como, por ejemplo, en el proceso de designación de jefes de áreas, secretarías técnicas, comisionados y vocales para salvaguardar su autonomía, en la asignación de recursos para garantizar su sostenibilidad, o en el diseño de procesos y priorización de casos para mejorar su eficiencia resolutiva.
Pero, ¿cómo subsiste una isla cuyo ecosistema viene siendo depredado? El periodista Paolo Benza informó que hasta hace poco había cerca de 50 puestos de vocales y comisionados por designar. Tanto o más grave que lo anterior, había 150 plazas de trabajadores de planta por cubrir. Y, más bien, cero interés de sus autoridades por solucionar estos problemas.
Cualquiera que ha trabajado en un organismo técnico conoce las dificultades que esto genera: los casos se acumulan, las resoluciones se atrasan, decae la especialidad y predictibilidad porque cada instancia del Indecopi tiene que pedirse prestados comisionados y vocales suplentes. Y hay un factor adicional, pero no menos importante, se pierde la confianza: tanto de la ciudadanía en una entidad que se empieza a parecer al impredecible Poder Judicial como de los propios trabajadores.
Mientras más tiempo transcurra, los funcionarios de carrera del Indecopi se cansarán. Llegarán a su nivel de tolerancia y buscarán mejores espacios laborales fuera de la institución. Lo mismo ocurrirá si los comisionados o vocales no son personas reputadas ética y profesionalmente. ¿Quién querría compartir la mesa de un tribunal si sospecha que el ocupante de la silla de al lado obedece a intereses económicos o políticos soterrados?
“Teníamos un juguete. Era el más divertido del mundo. Todavía no sabemos si fue un accidente, pero rompimos el juguete en mil pedazos”. Así cerraba Casciari su genial texto.
Una de las claves del éxito del BCR, SBS, Indecopi y demás islas de eficiencia fue la meritocracia y el respeto por la función pública, con prescindencia de los cambios de Gobierno. Difícil será que logremos reparar una institución si dejamos que la rompan en mil pedazos.
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