Este columnista entra a una biblioteca y pide una copia de la constitución francesa. “Lo siento”, responde el bibliotecario. “No almacenamos publicaciones periódicas”. Según un recuento, Francia ha tenido 16 constituciones desde la primera en 1791. Su versión actual, que data de 1958, ha sido enmendada docenas de veces. Pero es un faro de estabilidad en comparación con muchos otros lugares.
El 4 de setiembre los chilenos votarán una nueva carta magna. Si se aprueba, lo que no debería ser, reemplazaría un documento que ha sido enmendado 60 veces desde 1980. El resto de América Latina está igualmente interesado en el cambio. Un cálculo en el 2009 situó la vida útil promedio de una constitución latinoamericana en 16.5 años, en comparación con 77 en Europa occidental. Una serie de cambios en los años intermedios habrá hecho poco para cerrar esa discrepancia.
En África, alrededor de una docena de países han enmendado sus constituciones desde el 2015, principalmente para impulsar o prolongar los poderes de los líderes en ejercicio. En julio, los tunecinos votaron a favor de desmantelar la carta democrática de su país, que data del 2014. Kais Saied, presidente de Túnez, ahora puede gobernar por decreto.
El cambio constitucional no siempre es malo. Muchas de las modificaciones a la constitución de Francia han sido para cumplir con las reglas de la Unión Europea. La derogación de Irlanda en el 2018 de su prohibición del aborto fue a la vez democrática y sabia. La introducción de los límites del mandato presidencial en Estados Unidos en 1947 fue un ajuste sensato. Incluso algunas de las 60 enmiendas de Chile tenían sentido.
Pero la mayor parte del jugueteo es inútil. Esta semana examinamos dos tendencias funestas. Una es la tendencia de los autócratas, como Vladimir Putin en Rusia, Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Saied en Túnez, a enmendar los estatutos para otorgarse más poder. El segundo es el hábito de los utópicos de llenar las constituciones con un número creciente de “derechos sociales” altamente específicos. Ambos deben ser resistidos.
Los riesgos de fortalecer a los caudillos son obvios. Las constituciones encarnan la idea del gobierno por la ley, no el gobierno de un individuo falible. Es peligroso confiarle a cualquier líder un poder ilimitado, razón por la cual los líderes que lo buscan suelen disfrazar su objetivo. Cuando Putin pidió a los votantes en el 2020 que aprobaran sus mayores poderes y extendieran su reinado hasta el 2036, los juntó con otros para hacer que las pensiones sean a prueba de inflación y reforzar el salario mínimo. Los rusos votaron sí; era un trato podrido.
Una constitución debe establecer derechos básicos, como la libertad de expresión y juicios justos. Debe establecer las reglas básicas sobre cómo funciona un estado, tales como: ¿es un sistema presidencial o parlamentario? Entonces debería parar. Los detalles siempre cambiantes de la política pública (pensiones, salarios mínimos, etc.) deben dejarse en manos del gobierno de turno.
Las políticas deben ajustarse a las circunstancias cambiantes; los presupuestos deben sumar. Eso es más difícil si muchos artículos grandes están grabados en piedra.
Llenar una constitución con cosas no esenciales debilita el respeto por ella. Si casi todas las leyes son las más altas del país, entonces ninguna lo es. Y cuantos más “derechos” se incluyan, mayor será la probabilidad de un choque. La constitución de Ecuador del 2008, por ejemplo, protege tanto los derechos de los terratenientes a oponerse a la extracción de recursos como el derecho del gobierno a desarrollar la economía. Cuando estos entraban en conflicto, se pisoteaban los derechos de los terratenientes indígenas.
El nuevo proyecto de estatuto de Chile puede no ser una simple toma de poder como la de Rusia, pero es un confuso lío de microgestión. Requeriría que el Estado haga cumplir el derecho al deporte, que se enseñe a los niños la empatía por los animales y que se promueva el placer de la cocina chilena. Proclama el derecho a la vivienda, pero también prohíbe la especulación inmobiliaria, lo que dificulta que cualquiera, excepto el gobierno, invierta en la construcción de viviendas.
Los redactores de nuevos estatutos y los votantes a quienes se consulta sobre ellos deben tener en cuenta dos principios. La primera es la simplicidad. Las constituciones son mejores cuando las reglas son claras y breves. La segunda es la precaución. Cuanto más se cambia una constitución, más propensa es a cambiar en el futuro; una vez más, esto tiende a socavar su autoridad.
Ninguna constitución de la vida real es perfecta. La de Estados Unidos es admirablemente corta pero demasiado difícil de actualizar, razón por la cual la Corte Suprema sigue reinterpretándola. Los votantes de muchos países están descontentos con sus gobiernos, por lo que la idea de que una nueva constitución podría remodelar sus sociedades para mejorarlas es atractiva. Pero suele ser una ilusión.
Una constitución es un punto de partida; los gobiernos aún deben navegar por las complejidades diarias de gobernar. Una constitución defectuosa o anticuada se puede mejorar gradualmente, como debería ser la antigua de Chile. Pero a menos que una sociedad haya pasado por una revolución, como el fin del comunismo o el apartheid, es imprudente reescribir su ley básica desde cero.