Hemos lanzado 9,600 satélites desde 1957. Durante las primeras décadas, nadie pensó en lo que sucedería una vez que llegaran al final de sus vidas. Para cuando las agencias espaciales decidieron hacer algo, ya se había convertido en un problema.
“La gran mayoría de los objetos en órbita están varados exactamente allí”, dice Stijn Lemmens, analista de basura espacial de la Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés). “Y tienen una vida de cientos, miles de años”.
Los viejos satélites son peso muerto, piezas flotantes de metal que orbitan nuestro planeta y amenazan con explotar o colisionar con equipos activos que son fundamentales para las comunicaciones, el pronóstico del tiempo y la navegación. Cada colisión rompe grandes objetos en pedazos más pequeños, lo que lleva a un incremento exponencial de los escombros.
Hay más de 34,000 fragmentos de un tamaño superior a los 10 centímetros y más de 128 millones de objetos incluso más pequeños que eso flotando en el espacio, según la ESA. Ese número aumentará medida que lancemos más cohetes y satélites, y a medida que los eventos que generan escombros se vuelvan más comunes.
Si bien nuestros esfuerzos por frenar radicalmente los desechos plásticos en la Tierra hasta ahora no han tenido éxito, en realidad sí hemos logrado algunos avances en el espacio.
A fines de la década de 1990 y principios de la década del 2000, la comunidad internacional comenzó a tomarse en serio el problema. Se establecieron pautas para alentar a los operadores a equipar los satélites con sistemas de mitigación de escombros. Si bien no son obligatorios, una investigación de la ESA muestra que entre 60% y 90% de los nuevos satélites lanzados desde el 2000 a la llamada órbita geoestacionaria cumple con la recomendación.
El éxito se debe, en parte, a que todos los satélites comparten la misma órbita, un tramo que se encuentra exactamente a 35,786 kilómetros sobre el ecuador, por lo que el espacio físico es limitado. Una colisión puede dañar el propio equipo y obligar a que todos los satélites esquiven los escombros, para siempre. “Hay una fuerte conciencia e incentivo entre los operadores para comportarse de manera responsable allí”, dice Lemmens.
La solución es simple: una reserva de combustible permite a los satélites abandonar la órbita geoestacionaria cuando llegan al final de sus vidas, uniéndose a órbitas donde no operan satélites activos.
Las órbitas más bajas, ubicadas entre 0 y 2,000 kilómetros sobre el ecuador, están resultando más difíciles. Allí, solo entre 5% y 10% de los objetos ha cumplido con éxito las medidas de mitigación de escombros. Es preocupante, porque es donde está ocurriendo el crecimiento, señala Lemmens.
Posiblemente el proyecto de órbita baja más ambicioso sea Starlink, de Elon Musk, que tiene como objetivo lanzar una constelación de 40,000 satélites para transmitir internet de banda ancha en todo el mundo. Se han lanzado casi 700 satélites de Starlink desde mayo del año pasado, lo que significa que Musk ha aumentado la cantidad de satélites activos en casi un tercio.
Las pautas establecen que estos satélites de bajo vuelo deberían abandonar la región en la que operan dentro de los 25 años posteriores a su lanzamiento, orbitando lentamente hacia la Tierra hasta que alcancen la atmósfera y se autodestruyan.
La ESA ahora está trabajando en un indicador que espera que cree conciencia entre los cientos de participantes –desde gobiernos hasta universidades– que lanzan satélites hacia órbitas más bajas. El sistema mostrará un indicador de riesgo que señalará cuán vulnerable es un satélite a fragmentaciones y colisiones.
Por supuesto, los viejos satélites y los millones de fragmentos resultantes de las colisiones seguirán allí. Pero las agencias espaciales están desarrollando nuevas tecnologías para lidiar con ellos. El primer paso es acercarse a los satélites con la ayuda de tecnología de visión artificial.
A continuación, las agencias aconsejan capturar los desechos con arpones, redes o brazos robóticos. El objetivo es llevarlos de regreso a la Tierra de forma íntegra, o hacer que se acerquen a nuestro planeta y se autodestruyan a medida que llegan a la atmósfera.
Lemmens dice que la idea también es aplicable para abordar el problema de los desechos oceánicos. “Piense en las misiones de eliminación activas: la robótica, la orientación, la navegación y el control necesarios”, dice Lemmens. “Es posible imaginar que el mismo tipo de algoritmos también se puede usar posteriormente en aplicaciones en la Tierra”.
El entorno es más duro, por supuesto, y cierta tecnología necesaria en el espacio es bastante específica. Un satélite no es lo mismo que una bolsa plástica. Y, sin embargo, con tantos rasgos comunes a ambos problemas, es tentador pensar que las soluciones que funcionan para uno podrían ayudarnos a resolver el otro.
“Tanto en la Tierra como en órbita, el punto siempre es que una vez que hemos completado nuestra misión principal, nos olvidamos de las consecuencias a largo plazo”, dice Lemmens. “Es un reflejo humano no pensar en estas escalas de tiempo, tanto en la Tierra como en órbita, pero la solución podría ser de la misma naturaleza”.