Vladímir Putin no está loco. No parece que haya enfermado desde el punto de vista médico, al menos. La brutal invasión de Ucrania sugiere, no obstante, que el mandatario ruso es un “yonqui” del poder de personalidad narcisista. Un nuevo zar con peligrosos delirios de grandeza al que hay que frenar.
“No, no está loco. Como no lo está un jugador compulsivo o un drogadicto. No están locos, pero sus cerebros están enormemente distorsionados por lo que les ha convertido en adictos y, en este caso, Putin está enganchado al poder”, explica Ian Robertson, profesor de Psicología de la Universidad Trinity College de Dublín (Irlanda).
El experto, cuyos trabajos en la materia son consultados por líderes políticos y empresariales, participa también en la Fundación Dédalo, dedicada a detectar en diferentes ámbitos de la vida pública la presencia del síndrome de Hubris (héroe griego que ensoberbecido por el poder se aleja de la realidad).
Cuando alguien presenta tres o cuatro de los 14 síntomas que definen este síndrome saltan las alarmas. Putin, según Robertson, padece varios y algunos “muy marcados”, como el “narcisismo extremo”, evidente, por ejemplo, en la estatua de 20 metros de San Vladímir que hizo levantar junto al Kremlin en el 2016 para “sentirse como un semidiós”.
“Otro síntoma -apunta- se manifiesta cuando este tipo de personas identifica totalmente sus intereses personales con los intereses del país, así que lo que es bueno para ellos lo es también para la nación. No importa que estén muriendo decenas de miles de personas”.
Un semidiós para Rusia
Al sentirse como un semidiós, razona Robertson, Putin también cree que él “es el único que puede guiar a la gran madre Rusia hacia su destino”.
“Como entiende que está llevando a cabo una misión casi religiosa, de verdad creo que cada día es menos racional y calculador. Por contra, se ve arrastrado más por la sensación de que lidera una misión espiritual para redimir a Rusia”, observa el psicólogo.
En este estado de delirio místico, Putin “siente un desprecio absoluto” por los meros mortales. Lo demostró cuando humilló ante las cámaras a su jefe de los servicios de inteligencia extranjera, Serguéi Naryshkin, durante una reunión del Consejo de Seguridad celebrada el pasado mes, después de que éste sugirió la posibilidad de negociar por última vez antes de intervenir en Ucrania.
Otro rasgo preocupante, prosigue Robertson, es la “pérdida total de juicio” provocada por “efectos biológicos en el cerebro” y “la completa alteración del sistema de dopamina”, lo que “mina enormemente” su capacidad para “calcular, percibir y responder” a los riesgos.
“Al final, acaban tomando grandes riesgos porque toda su atención está centrada en alcanzar sus objetivos personales. Los jugadores empedernidos sobrestiman sus posibilidades de ganar una apuesta y acaban perdiendo. Putin, finalmente, lo perderá todo porque es un jugador compulsivo, por su adicción al poder”.
Estos personajes son, “por supuesto, temerarios e imprudentes”, advierte Robertson, lo que obliga a plantearse el peor de los escenarios, uno en el que el dictador del Kremlin recurra a sus vastos arsenales nucleares.
“Es posible -admite-. Aunque no está loco, su juicio está muy distorsionado y puede llegar a creer, como dijo un presentador de la televisión rusa, que no merece la pena vivir en un mundo en el que no exista Rusia”.
Este estado mental, dice, podría deteriorarse hasta parecerse al de Adolf Hitler en sus últimos días en el búnker de Berlín, cuando el líder nazi pidió a Albert Speer que arrasara Alemania para que su pueblo cayera derrotado con él. Cuando “el ego” se superpone a todo lo demás.
En la Rusia actual no existen los “controles y equilibrios” que, sin llegar a los de las democracias, sí monitorizaban las actividades de los antiguos líderes de la Unión Soviética, tan añorada por Putin.
El gris exespía de la KGB tiene bajo su absoluto control a la Duma, ha destruido a la disidencia interna y no existe un equivalente de aquel politburó que promovía la toma de decisiones más o menos conjuntas en el Moscú del Telón de Acero.
Robertson arguye que la “presión interna” podría desembocar en un cambio de régimen, en un Putin destronado. Pero también contempla la posibilidad de que se encuentre una solución negociada a la guerra en Ucrania.
No obstante, ¿Cómo se negocia con una persona como Putin?
Fortaleza ante un Putin sin complejos
“Lo único que respeta es la fuerza. Fracasaría cualquier intento de negociación clásica del tipo ‘mira, tenemos intereses comunes’. Pueden plantearlo claro, pero solo si antes se topa con una respuesta contundente de Occidente, fuerte y con líneas rojas, tal y como ha sucedido en las últimas semanas”.
Desde el otro lado de la mesa de conversaciones, también será difícil explotar sus debilidades porque, al parecer, no son tan visibles.
“No las detecto, pero estoy seguro de que hay cambios, igual que la adicción a las drogas transforma la personalidad completamente. El poder que ha amasado y las circunstancias le han cambiado radicalmente”.
Quizá, aventura el experto, Putin desciende al mundo terrenal cuando se pone el termómetro: “Le aterroriza ponerse enfermo, toma precauciones ridículas para esquivar el COVID, la gente se debe desinfectar antes de verle, esas mesas enormes para mantener la distancia...”.
“Esta aprensión es, a lo mejor, una buena noticia para nosotros porque demuestra cierta ansiedad sobre su propia mortalidad. El problema es que él es como una rata acorralada. Es muy, muy peligroso”.
Peligroso y temerario. Como el hijo de Dédalo, Ícaro, quien ebrio de poder, ignoró los consejos de su padre y se quemó al volar demasiado cerca del sol.