El disruptivo presidente de El Salvador, Nayib Bukele, acabó con la oposición política y las bandas criminales de su país en menos de cinco años. Ahora, enfrenta un desafío aún más exigente: lograr la prosperidad para su pueblo.
Algunos argumentan que el objetivo final de Bukele debería ser convertir a El Salvador en una versión latinoamericana de Singapur, un paraíso de orden y libre mercado donde un solo partido domine la política para lograr la eficiencia, un modelo que el líder no tiene reparos en promover.
Así como Singapur se convirtió en una de las naciones más ricas del mundo bajo Lee Kuan Yew, otro líder disruptivo, según el argumento, el presidente milenial de 42 años puede lograr avances a través de su estrategia de seguridad total, adopción de tecnología y proempresarial.
La idea suena ambiciosa pero no es del todo irreal. Convertirse en una referencia de relativa paz en Centroamérica seguramente ayudará al país a atraer nuevas inversiones y turistas, impulsando la actividad y el bienestar.
El problema es que Bukele parece estar socavando ese objetivo al ignorar la necesidad de arreglar el insostenible déficit fiscal de El Salvador y al parecer en ocasiones poco confiable ante la comunidad empresarial. Si uno está intentando convertirse en un imán para la inversión extranjera, eso es contraproducente.
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Bukele tenía solo 37 años cuando asumió la presidencia de El Salvador en 2019, un año más que cuando Lee asumió como primer primer ministro de Singapur exactamente seis décadas antes.
Ambos comparten un enfoque duro contra el crimen y la corrupción: con las despiadadas tácticas del salvadoreño, su país pasó de ser uno de los más violentos del mundo a uno de los más seguros de América Latina, al menos en términos de homicidios per cápita.
No es ningún secreto que a Bukele tampoco le gustan mucho las democracias liberales, ya que ignoró los límites constitucionales para postularse nuevamente al cargo en febrero, cuando obtuvo una contundente victoria con casi el 85% de los votos.
Al mismo tiempo, la decisión de El Salvador de este mes de eliminar el impuesto sobre la renta a las inversiones y remesas del extranjero (respaldada por 69 a cero en el Congreso) resuena con el modelo de atraer inversionistas ricos con acuerdos financieros generosos, tal como lo hizo Singapur.
En esencia, el contrato social esbozado aquí significaría que los salvadoreños cambiarán libertades políticas por la promesa de progreso económico y paz social. Para una región azotada por la delincuencia, no se debe subestimar el impacto positivo en el crecimiento que tendría poner freno a la violencia. Sería correcto cuestionar su historial en materia de derechos humanos, pero en una sociedad que sufrió tantos años dolorosos, el contraste es enorme y bienvenido, hasta tal punto que los votantes terminaron ignorando su propia Constitución.
Infortunadamente para Bukele, también hay grandes diferencias con Singapur, que figura como el mejor lugar del mundo para hacer negocios. Primero que todo, El Salvador, un país de más de seis millones de habitantes (un poco más pequeño que Israel), no es una isla geográficamente estratégica.
Más bien forma parte de un vecindario caótico: Centroamérica tiene multitud de problemas, desde migración y narcotráfico hasta baja productividad y escaso dinamismo económico (es cierto que Lee también enfrentó una difícil situación política cuando asumió el control de Singapur, antes de que el país se separara de Malasia).
Aunque Bukele sea un héroe en algunos círculos conservadores o libertarios en Estados Unidos, aún le falta construir una asociación honesta y estratégica con los Gobiernos sucesivos estadounidenses, como lo hizo Lee a lo largo de décadas. Aún más significativo es que el país aún no ha presentado un plan para abordar sus insostenibles desequilibrios fiscales, que Barclays Plc estima en 4.6% del producto bruto interno (PBI) en 2023 una vez que se incluye el déficit de pensiones.
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Esa es una debilidad clave en la estrategia de control total de Bukele.
“El Salvador es claramente mucho más seguro, hay más turismo y más microinversión extranjera directa, pero todavía no al nivel institucional que se necesita”, me dijo Jason Keene, estratega de crédito de Barclays. “Es una especie de cortina de humo. Bukele puede hacer las cosas necesarias para arreglar la situación fiscal, pero no hemos visto evidencia clara de que lo esté haciendo”.
Mientras se prepara para comenzar un nuevo mandato, el Gobierno parece más centrado en intentar ganar tiempo. Bukele puede tener la esperanza de que una Administración de Trump con ideas afines en Estados Unidos el próximo año pueda conseguirle mejores condiciones en un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Los inversionistas se sorprendieron gratamente cuando el país realizó un pago de bono a principios de 2023, evitando un incumplimiento y dando inicio a un repunte masivo de los valores del país. Pero ahora son más prudentes.
Además, puede que la posibilidad de un nuevo acuerdo con el FMI sea menor, sobre todo por la falta de transparencia en la contabilidad del Gobierno. La introducción del bitcóin como moneda de curso legal a finales de 2021 no ayudó: si Bukele no estaba dispuesto a renunciar al bitcóin cuando cayó a casi US$ 15,000 a finales de 2022, no lo hará ahora que la criptomoneda cotiza alrededor de US$ 65,000. De hecho, se siente victorioso.
Rechazar un programa del FMI es, por supuesto, una opción política válida, pero no resolverá el problema subyacente de tener que cubrir US$ 2,600 millones en financiación que Barclays estima se necesitan entre 2024 y 2027 (una cifra significativa para una economía dolarizada de US$ 35,000 millones).
Resulta desconcertante que un líder que goza de un respaldo tan popular sea incapaz de trazar un camino hacia la sostenibilidad fiscal. Según un informe del FMI del año pasado, el esfuerzo de austeridad necesario para mejorar la confianza equivale a alrededor del 3.5% del PBI durante los siguientes tres años, lo cual es difícil pero no imposible.
Es cierto que Bukele tal vez prefiera especular que si la economía crece más rápido de lo previsto, el ajuste será menor. Pero en cualquier caso, no se producirá un crecimiento económico sólido hasta que El Salvador elimine los temores de un default.
En última instancia, para un milagro, El Salvador necesita registrar tasas de crecimiento del 5% al 6% en los próximos años, no el exiguo 1.9% que se prevé para 2024. Eso requiere coherencia, planificación y una fuerte inversión gubernamental en educación e innovación. El Salvador aún no ha demostrado mucho de eso.
Bukele, en cambio, parece más interesado en sermonear al mundo sobre el fin del globalismo y las “fuerzas oscuras” que se dirigen hacia Estados Unidos. Su estilo iconoclasta y provocador seguramente ha elevado su perfil global, pero eso no es lo mismo que crear la confianza necesaria para convencer a las corporaciones de que gasten mucho dinero en su país.
Es una pena, porque según la Corporación Financiera Internacional, El Salvador podría generar exportaciones acumuladas a Estados Unidos de entre US$ 6,900 millones y US$ 13,800 millones en la próxima década gracias a la tendencia de nearshoring.
Así como han aprendido por las malas otros Gobiernos de la región, tanto democráticos como autoritarios, los desvíos fiscales permanentes son la forma más segura de perder el control político. Es más, la triste experiencia de dictaduras latinoamericanas como Venezuela, Nicaragua y Cuba no respalda la idea de que los Gobiernos autoritarios puedan gestionar mejor sus economías, sino todo lo contrario.
Bukele necesita poner en orden sus cifras presupuestarias y ofrecer un camino comercial predecible para que empresas y familias inviertan si realmente quiere hacer realidad su utopía singapurense. De lo contrario, corre el riesgo de terminar como muchos otros líderes autoritarios de la región: poderosos, tal vez incluso admirados, pero sin haber mejorado significativamente las perspectivas económicas de su gente.
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