Le ha tocado al Poder Judicial hacer de villano en el ritual tragicómico matutino que el presidente Andrés Manuel López Obrador ofrece al pueblo mexicano.
Durante las últimas semanas en su conferencia de prensa “mañanera”, acusó a los jueces de corrupción desenfrenada y criticó a los jueces de la Corte Suprema de ser aliados podridos de las élites conservadoras que pisotean la Constitución y ganan demasiado dinero. Con suerte, dijo, el próximo presidente tendrá una mayoría constitucional en el Congreso para evitar que la mafia judicial siga bloqueando las reformas.
Este ataque no es ajeno al mal rato que la judicatura le ha estado dando al presidente. La Corte Suprema bloqueó sus esfuerzos por desmantelar el Instituto Nacional Electoral (INE) y, cuando eso no funcionó, intento quitarle financiamiento. Le impidió entregar el control de la Guardia Nacional al Ejército. Y le prohibió designar sus proyectos de infraestructura favoritos como prioridades de seguridad nacional.
Pero las iniciativas de AMLO no solo se dirigen a un blanco específico: otras instituciones —la oposición y la prensa, por supuesto, pero también el INE; el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales; la Comisión Federal de Competencia Económica; el Instituto Federal de Telecomunicaciones; el sistema de salud pública; y el principal programa antipobreza de las cuatro administraciones anteriores— también han sido fustigadas por el presidente.
El presidente percibe que se encuentra en medio de una amplia batalla contra un Estado Profundo. En repetidas ocasiones durante los últimos cinco años ha atacado a las instituciones creadas en el cuarto de siglo desde que México adoptó la democracia multipartidista y ha dirigido sus dardos a cualquier entidad capaz de controlar el poder de la presidencia.
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En esta búsqueda por suplantar al gobierno civil, ha recurrido a la única institución que promete lealtad incuestionable, además de escala y poder de fuego real: las Fuerzas Armadas, a las que ha entregado una gran variedad de nuevos trabajos, responsabilidades y dinero.
AMLO no es el primer presidente que depende del Ejército o la Armada para ayudar a controlar el país. Felipe Calderón, hace dos Gobiernos, llamó a los militares a liderar la guerra contra las drogas, mientras Estados Unidos lo vitoreaba.
Pero desde que AMLO disolvió a la Policía Federal y la reemplazó con una nueva Guardia Nacional —que también intentó sin éxito poner bajo control militar— ha entregado cada vez más funciones a las Fuerzas Armadas.
“Esto va más allá del contexto de la seguridad”, dijo Vanda Felbab-Brown de Brookings Institution. “Se ha convertido en un patrón en el que la respuesta de AMLO a cualquier política que priorice es que lo hagan los militares”.
Los militares han sido llamados a distribuir vacunas, gasolina, fertilizantes y libros de texto; a la migración policial en la frontera norte y sur; incluso a limpiar el sargazo en los complejos turísticos costeros. Construyeron el nuevo aeropuerto de Ciudad de México y cientos de sucursales del Banco del Bienestar del Gobierno. La Armada controla la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios y el Ejército está cultivando árboles para el programa “Sembrando vida” de AMLO.
A las Fuerzas Armadas se les entregará el “Tren Maya” que se construye en el sur del país, cuyos ingresos se destinarán a financiar las pensiones militares. Se les ha otorgado el control de varios aeropuertos —incluido el antiguo aeropuerto de Ciudad de México, que sigue siendo el más transitado del país— así como puertos marítimos, trámites aduaneros y autoridad sobre el comercio marítimo y las comunicaciones. En mayo se les entregó una nueva aerolínea.
Y están recibiendo mucho dinero. En los primeros cuatro años de la Administración, los secretarios de Marina y de la Defensa Nacional gastaron más de US$ 9,000 millones, un 58% más en términos de dólares que el año anterior a la toma de posesión de AMLO. Y esto no incluye los vastos, pero poco transparentes, flujos de ingresos que llegarán con la ampliación de su cartera.
AMLO ha justificado entregar sus proyectos favoritos a las Fuerzas Armadas como una forma de evitar que sean deshechos por futuras Administraciones. “Los militares han acumulado mucho poder político”, dijo Falko Ernst del International Crisis Group. “Es una ilusión pensar que se lo pueden quitar”.
Sería más fácil para un futuro Gobierno privatizar el Tren Maya, por ejemplo, si fuera controlado por la Secretaría de Turismo. El presidente también argumenta que las agencias y programas de Gobiernos anteriores eran demasiado costosos, que es mejor dar el dinero directamente a los pobres.
Sin embargo, lo que sucede va más allá de eso. Entregar dinero directamente al electorado predilecto es una estrategia política probada y confiable implementada por el Partido Revolucionario Institucional en el que López Obrador se formó políticamente en la década de 1970. Y al presidente realmente le disgustan las instituciones estatales creadas después de que dicho partido, conocido como PRI, perdiera su monopolio en el poder. El Ejército no es corrupto, argumenta. El resto del Estado sí.
La pregunta más aterradora quizás sea: ¿Qué sucede ahora? “Las instituciones se han desgastado”, señaló Alejandra Soto de Control Risks. “Se ha perdido mucho talento y memoria institucional”. La pregunta clave para el próximo Gobierno, argumentó, es: “¿cómo va a reconstruir esto?”.
El Estado disminuido que AMLO legará al próximo presidente presentará un desafío complicado. Es poco probable que su sucesor tenga la popularidad que le permitió a él remodelar el Gobierno y que será necesaria para reconstruir la capacidad institucional que AMLO desmanteló.
Y quien asuma el cargo también tendrá que lidiar con un Ejército más empoderado que en cualquier otro momento desde la década de 1940, cuando Manuel Ávila Camacho fue el último general en ocupar el sillón presidencial.
México logró evitar los golpes militares que fueron comunes en gran parte de América Latina en el siglo XX. Sus generales no han manifestado interés en gobernar el país. Y, sin embargo, su nuevo y vasto poder plantea una pregunta incómoda para un Estado civil debilitado, señala Stephanie Brewer de la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos: “¿Qué pasa si los militares quieren una cosa y el gobierno civil quiere otra? ”
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