Durán, en Ecuador, es una de las ciudades más peligrosas del mundo. Su tasa de homicidios, 148 por cada 100,000 habitantes en 2023, era casi un 50% superior a la del siguiente lugar más violento, Mandela Bay, en Sudáfrica.
Pobre y con unos 300,000 habitantes, Durán se encuentra al otro lado del río Guayaquil, uno de los centros de exportación de cocaína más importantes. Es el peor ejemplo de un lastre que ha llevado la miseria a América Latina. A pesar de albergar solo al 8% de la población mundial, esa región es responsable de un tercio de los asesinatos.
Para enfrentar la violencia, a menudo los líderes latinoamericanos recurren a la mano dura. Imponen estados de emergencia, que pueden durar indefinidamente; mandan a las fuerzas militares a las calles; hacen detenciones masivas indiscriminadas. La mano dura ha sido defendida por el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien ha encarcelado a casi 80,000 personas —más del 1% de la población— en los últimos dos años. La tasa de homicidios ha descendido. Varios funcionarios de toda la región alaban y tratan de copiar lo que llaman el “modelo Bukele”. No deberían.
El hecho de que las estrategias de mano dura socaven los sistemas de justicia y conduzcan al autoritarismo es razón suficiente para evitarla. Pero una razón igualmente importante es que la mano dura no funcionará en ningún otro lugar.
Las pandillas salvadoreñas eran extorsionadores mal armados cuyo modelo de negocio los obligaba a operar de manera abierta en zonas urbanas muy pobladas. Obtenían escasos beneficios y eran detenidos con facilidad. En cambio, los grupos delictivos de lugares como México, Brasil y Ecuador son mucho más ricos y están mejor armados, y a menudo pueden recurrir a la ayuda de filiales delictivas extranjeras. Generan puestos de trabajo y dinero, además, cada vez más proporcionan orden y servicios en comunidades donde el Estado es incapaz de hacerlo, ganándose así el apoyo de la población local. Es poco probable que estos grupos sean derrotados únicamente por la fuerza.
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En lugar de mano dura, los gobiernos latinoamericanos deberían probar una estrategia diferente. Deben aceptar que mientras haya mercados ilícitos, también habrá pandillas. (Legalizar la producción y el consumo de cocaína sería la mejor manera de frenar la violencia en la región, pero esto no ocurrirá pronto). En vez de intentar eliminar bandas enteras o centrarse en los jefes, los gobiernos deberían tratar de disuadir a sus miembros más violentos de cometer actos brutales, una táctica llamada “disuasión focalizada”. Hacer esto de manera sistemática crea incentivos para que toda la banda criminal derrame menos sangre. La experiencia de México demuestra que puede funcionar.
Los gobiernos también deben confiar en la policía y el Estado de derecho, no en las fuerzas militares y las detenciones indiscriminadas. Los soldados no están entrenados ni equipados para reunir las pruebas necesarias en los procesos judiciales. El encarcelamiento masivo ayuda a las pandillas a encontrar reclutas, porque suelen controlar las prisiones.
Estos métodos socavan el sistema judicial, que es esencial para establecer un orden a largo plazo que pueda sobrevivir a los políticos individuales. En lugar de un intento condenado al fracaso de destruir las pandillas, habría que centrarse en reducir sus ingresos aumentando sus costos. Para eso es necesario purgar las instituciones de funcionarios corruptos y crear o reforzar unidades especializadas que investiguen el lavado de dinero y el tráfico de armas. Entre 2016 y 2020, Ecuador solo condenó a 12 personas por lavado de dinero.
El tercer objetivo debe ser el reclutamiento. Los estudios sugieren que los jóvenes subestiman los peligros de unirse a una banda y sobrestiman sus beneficios. La tasa de homicidios entre hombres de 15 a 29 años es de 16 por cada 100,000 en todo el mundo; en América Latina es de 60.
Los estados deberían denunciar esta cruel realidad. Un artículo publicado el año pasado en la revista Science calculaba que reducir el reclutamiento de las pandillas mexicanas en un 50% podría reducir a la mitad los asesinatos semanales. Eso significa mantener a los niños en la escuela y darles oportunidades una vez que terminen sus estudios.
La mano dura puede funcionar contra los matones. Pero las pandillas poderosas tienen mucho más que temer de los policías honestos, los jueces que acaban con la corrupción y los hiperpadres.
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