Las plantas de marihuana florecen al sol, en lo alto de una propiedad rural de la región montañosa de Rio de Janeiro: son de una ONG pionera en la producción de cannabis medicinal que todavía lucha por legalizar su cultivo en Brasil.
A la finca se llega desde Rio tras dos horas de carretera y un sinuoso camino de tierra. No hay cartel en el portón ni nada que sugiera que allí se cultivan 2,000 plantas de cannabis para abastecer a pacientes con autismo severo, epilepsia refractaria y esclerosis múltiple, además de afecciones como el estrés y la ansiedad.
“Según la letra estricta de la ley, no tenemos ningún amparo”, dice la abogada Margarete Brito, fundadora de Apepi, una asociación de pacientes que defiende la producción de cannabis medicinal a bajo costo para satisfacer una demanda que avanza más rápido que la legislación.
Aunque el cultivo de esta planta está prohibido en Brasil, Brito y su esposo Marcos Langenbach se convirtieron en el 2016 en los primeros brasileños en obtener una autorización judicial de autocultivo para aliviar las crisis epilépticas de su hija Sofía, ahora de 12 años.
“En el 2013 vimos en Facebook una niña con epilepsia en Estados Unidos que tomaba remedios a base de marihuana y que le estaba yendo bien. Estaba prohibido, pero no me importó, me traje ilegalmente” un aceite industrial de ese país, admite Brito.
“Al principio no supuso una diferencia enorme para Sofía. Pero después descubrimos que el aceite artesanal -que utiliza la planta completa- funcionaba mejor. Entonces aprendimos a plantar”, cuenta.
Su batalla personal pronto se transformó en una “lucha política” en favor de la regulación.
En Latinoamérica, varios países como Argentina, Chile, Colombia y México permiten de alguna forma el uso de cannabis medicinal, cuya eficacia para determinadas dolencias está reconocida por la OMS.
El “paraíso con obstáculos”
En el 2020 Apepi se convirtió en la segunda asociación en Brasil en obtener una autorización judicial para plantar y comercializar aceites terapéuticos, pero un tribunal de apelaciones revirtió una parte de ese permiso y dejó sin amparo judicial su producción.
Con rastas hasta la cintura, el ingeniero agrónomo Diogo Fonseca camina entre hileras de frondosas macetas rotuladas con el nombre de cada variedad: Purple Wreck, Schanti, Doctor, Harle Tsu, Solar, CBG... Con un microscopio de bolsillo, chequea cuáles plantas están próximas al momento ideal de cosecha.
“Estamos intentando edificar el paraíso en la tierra... pero incluso en el paraíso hay obstáculos”, reflexiona en medio de este perímetro protegido por cerca eléctrica y alambre de púas.
En abril, policías irrumpieron en el campo de Apepi armados y con perros detectores de drogas, tras la denuncia de un prestador de servicios que había estado en el lugar.
“Muchas personas nos ven con prejuicios. Aunque explicamos nuestro proyecto, esa persona creyó que éramos traficantes y nos denunció”, relata Manoel Caetano, gerente de la sede rural de Apepi.
Finalmente, al ver que era una plantación con fines medicinales y con un proceso judicial en curso, mandaron suspender la redada.
“La policía incluso pidió disculpas, porque Apepi tiene mucha legitimidad social. Esa es la protección que tenemos”, sostiene Brito, cuya ONG tiene convenios con instituciones científicas, como la reputada fundación Fiocruz y la Universidad Estatal de Campinas.
“Sin marcha atrás”
Pese a los escollos legales, Apepi crece. Durante la pandemia, la asociación saltó de 300 a 1,500 asociados.
Entre ellos, Gabriel Guerra, un joven de 19 años con autismo severo y parálisis cerebral que toma aceite en gotas tres veces por día.
A sus ocho años, podía tener hasta 60 crisis convulsivas por día, relata su padre, Ricardo Guerra. “Cuando empezó a usar los aceites artesanales, sus convulsiones cesaron. Empezó a tener más autonomía, a buscar formas de comunicarse”, explica.
Para sus asociados, el acceso a estos aceites por 150 reales (US$ 28), es mucho más asequible que los productos importados, cuyo costo varía entre 600 y 3,000 reales (US$ 107 a US$ 566).
Apepi confía en una sentencia judicial favorable para fines de año y ampliar su cultivo a 10,000 plantas en el 2022.
Pero la legalización integral en Brasil puede tomar más tiempo.
El presidente ultraderechista Jair Bolsonaro ya advirtió que vetará un proyecto de ley en curso que autorizaría el cultivo con “fines medicinales, veterinarios, científicos e industriales”.
“En el caos político que vivimos hoy, no hay manera de colocar la marihuana en el debate” público, admite Brito.
Pero también reconoce que no hay marcha atrás: “Hay mucha gente precisándolo”.