El presidente chileno, Gabriel Boric, tiene como vecinos, en un sector de moda de Santiago, a personas sin hogar albergadas en una casa de hospedaje.
Primer barrio planificado de la capital chilena, Yungay es sinónimo de vanguardia. Recorrer sus calles supone un viaje estético que mezcla edificios históricos, fachadas barrocas y modernos restaurantes. Pero junto a su inmensa cartelera, ahora las vías de ese barrio patrimonial acumulan también cartones, mantas y utensilios aparentemente abandonados que dan indicio de quienes las habitan por la noche.
El reguero de ropa, peluches, restos de alimentos, basura y “rucos”, como se conocen las carpas en Chile, se repite en otros barrios de la capital, ya sean turísticos, residenciales, pudientes o más humildes.
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Aunque la pobreza siempre ha existido, el Estado había conseguido atender, en mayor o menor medida, a la población más vulnerable. Pero entre 2017 y 2020, el porcentaje de la población chile en situación de pobreza por ingresos aumentó de 8.6% a 10.8%, alcanzando un pico de 2,1 millones de personas, en medio de los efectos del estallido social, la crisis de vivienda y una masiva ola inmigratoria.
Con ella, llegó también la vida en la calle, un fenómeno hasta ahora poco habitual en el país, a diferencia de lo que ocurre en otros como Brasil, México o Venezuela.
En el centro de la ciudad, las escaleras de imponentes edificios pasaron a ser punto de encuentro de quienes buscan algo de dinero para un café o desayuno, mientras que los bancos para sentarse de las plazas son ahora codiciados espacios para una siesta. En los parques, los corredores buscan rutas alternativas para atravesar las tiendas que obstaculizan el camino. A menudo se ven obligados a desviar la mirada de los árboles y rincones más escondidos, utilizados como aseo por aquellos que no cuentan con uno.
Ni siquiera los barrios más acaudalados de la capital, como Providencia, Vitacura o Las Condes, han permanecido inmunes a los cambios y ya no es difícil ver escenas de personas que piden limosna o transitan con sus pocos enseres en busca de un sitio para pernotar.
Las cifras oficiales del Ministerio de Desarrollo Social muestran que el país tiene 21,126 personas en situación de calle frente a las 15,435 registradas en 2020, aunque organizaciones no gubernamentales estiman que el número sea mucho mayor y ronde los 40,000.
La mayoría de ellas vive en la Región Metropolitana de Santiago, la más poblada del país, donde los individuos en esa condición saltaron de los 6,803 a 8,780 en tan solo cuatro años. A falta de cifras exactas, lo que se ha hecho evidente es que ha cambiado el perfil de quienes terminan en la calle.
La calle se transforma
En los últimos años, se ha visto un “incremento sustancial” en el número de mujeres y familias en situación de vulnerabilidad, señala Ximena Torres, de la ONG Hogar de Cristo. El perfil “es muy diverso, muy heterogéneo y aún muy desconocido”.
Muchas de esas familias afrontan por primera vez la vida en la calle. Ya sea por vergüenza o impotencia, les cuesta hablar de su condición y prefieren apartarse de la cámara y evitar el contacto.
“La calle es difícil, es peligrosa. Si eres mujer o tienes hijos, es peor”, sintetiza Victoria Azevedo, madre de dos adolescentes que se fueron a vivir con parientes en las afueras de Santiago.
Cuando visita a sus hijos, Azevedo se percata de la transformación en los pocos más de 20 kilómetros que separan San Bernardo de la carpa en la que vive con su compañero, Óscar, en una empobrecida área de la capital. En los 40 minutos que dura el trayecto, suele ver “30 ó 40 rucos de aquí para allá” y cada vez con “gente nueva”.
Algunos caminantes pasaron a utilizar gimnasios deportivos, plazas y centros comunitarios como techo improvisado, pero a menudo encuentran problemas con el personal de seguridad y con la policía, que no tardan en expulsarlos a fin de mantener la “buena imagen” de estos barrios. Ocurre tanto en la capital como en ciudades más turísticas.
De la noche al día, las autoridades de las comunas expulsan a esas personas, que se vuelven una suerte de itinerantes que transitan por los barrios.
“Hay una presión muy grande de los vecinos por la recuperación de los espacios públicos. No podemos convertir nuestros espacios públicos en hábitat”, reconoció la concejala de Santiago Rosario Carvajal en alusión a la disposición de desalojar a quienes viven en la calle, durante una reunión para tratar el tema.
Los tiendas de campaña alineadas en filas brotan también en codiciados destinos turísticos como la popular Viña del Mar. En esta ciudad costera, famosa por sus rutas del vino y extensa escena artística, los alrededores de los puntos más visitados pasaron a ser ocupados por infraviviendas improvisadas bajo los árboles de las plazas o toldos de comercios cerrados.
La crisis de la vivienda
La pandemia de COVID-19 supuso un punto de inflexión para Chile, que empezó a lidiar desde 2020 con un caldo de cultivo que combinó el estallido social para reivindicar reformas estructurales y una nueva Constitución con el cierre del país por el coronavirus, el consecuente desempleo y el encarecimiento de la vida.
La crisis de vivienda se profundizó en los últimos años con precios subieron cerca del 70% en la última década mientras los salarios aumentaron en menos de un 20% en el mismo período, afirma el economista de la Fundación SOL, Gonzalo Durán.
“Eso nos lleva a entender un poco más cómo hay muchas familias trabajadoras que finalmente no tienen acceso a la vivienda y terminan muchos de ellos en campamentos y, también, en la calle”, agrega.
La cocinera Claudia Rubio, de 55 años, pasó la pandemia en uno de esos campamentos de viviendas improvisadas en el sur de Chile y, tras la emergencia sanitaria, se mudó a Santiago. Lleva un par de años viviendo en una carpa a los márgenes de un canal en la comuna Estación Central, una zona popular con alta concentración de comercio informal.
Al principio, conseguía sustentarse con trabajos de ese tipo, como la venta de materiales reciclables, pero con el paso del tiempo su salud se debilitó y hoy sobrevive gracias a organizaciones sociales que le llevan alimento tres veces a la semana. Cuando no van, solo le queda “el hambre y el frío”.
En una situación similar se encuentra Moka Valdés, quien se quedó sin hogar hace siete meses ante la falta de nuevas oportunidades profesionales y la imposibilidad de pagar el alquiler del piso que compartía con su fallecido abuelo.
“Yo recibí mucha violencia, he pasado tortura, amenazas, me amenazaron con apuñalarme. Estoy extremadamente rota por dentro”, relata sobre su vida en las aceras.
Migración irregular al alza
A las dificultades internas de Chile, se sumó la intensificación de una llegada sin precedentes de inmigrantes que escapaban de la crisis en sus países. Muchos de ellos ingresaron de forma irregular, lo que llevó al gobierno de Boric a desplegar al Ejército en las frontera con Perú y Bolivia en un intento de controlar el paso.
Con unos 18 millones de habitantes, el país vio su población extranjera expandirse desde los 1,3 millones de personas en 2018 hasta 1,6 millones en diciembre de 2022, según los datos del Servicio Nacional de Migraciones. A este número hay que añadir los migrantes indocumentados, que más que se triplicaron al pasar de 16,000 en 2020 a 53,875 en 2022, de acuerdo al Observatorio de la Migración Responsable.
En un continente marcado por consecutivas crisis humanitarias, muchos de esos inmigrantes llegaron atraídos por promesas de oportunidad. Pero una vez en el país, sin papeles y sin apoyo, se vieron relegados a campamentos de migrantes, centros de detención o, directamente, a la calle, como pasó con la venezolana Karen Salazar y su marido Luis Henrique.
La pareja decidió emprender el viaje el pasado marzo: más de 5.500 kilómetros desde Ecuador hacia Chile con sus dos hijos pequeños, de 4 y 6 años, seducidos por la oferta laboral de una amiga. Su peregrinación de casi dos meses pasó por Ecuador, Perú y Bolivia y contó con “asaltos, amenazas, redadas policiales y veladas en la calle”.
Finalmente llegaron al norte de Chile, donde estuvieron veinte días durmiendo en una carpa de plástico hasta que un desconocido les regaló billetes de autobús rumbo a Santiago. Una vez en la capital, quedaron abandonados a su propia suerte y pasaron algunas noches en un parque bajo las gélidas temperaturas que castigaron la ciudad por esos días de inicios de junio.
“Lo más difícil ha sido dormir en la calle, ver a mis hijos así, porque uno sabe por qué estamos aquí en esta situación y todo eso, pero ver a los niños en eso ha sido lo más difícil. Porque hambre nos hemos aguantado, siempre pedimos, compramos, conseguimos”, relata la mujer a The Associated Press durante un desayuno, interrumpido en diversas ocasiones por el pequeño Sebastián, a veces por el hambre, otras por la inquietud de no tener una compañía para jugar.
Karen y Luis consiguieron, al recurrir a la Municipalidad de Santiago, una habitación provisional por dos meses porque tienen niños, cuyos derechos están ampliamente protegidos en Chile. Hay más opciones de albergues estatales y organizaciones específicas dedicadas a atender esas situaciones.
Para otros, la calle fue la única alternativa. Para cuántos, exactamente, se desconoce.
Albergues insuficientes
La única herramienta oficial utilizada para su conteo es el Registro Social de Hogares, un instrumento usado por los municipios para contar las entregas de ayudas sociales y no el número de personas que viven en la calle, explica el Andrés Millar, director de inclusión en la ONG Hogar de Cristo.
“Y estos servicios registran a los que tienen RUT (cédula de identidad chilena), pero generalmente las personas en situación de calle no tienen RUT y tampoco los migrantes ilegales”, dice.
Según los datos oficiales, Chile cuenta oficialmente con 192 albergues o centros de alojamiento, la mayoría en Santiago. Los refugios ofrecidos por el gobierno serían suficientes para brindar atención a tan solo un 13% de la población en situación de calle, agrega el presidente de la ONG Acción Diversa, Rodrigo Ibarra Montero.
Asimismo, entre viviendas colectivas y camas de emergencia, el país dispone de cerca de 5,000 lechos frente a más de 30,000 personas en situación de calle, en cálculos del director de inclusión de Hogar de Cristo.
Así, en un intento de contabilizar de forma más precisa a las personas en situación de calle y diseñar políticas más eficaces, por primera vez en la historia Chile decidió incluir a esa población en el censo oficial —cuyos resultados se conocerán el año que viene—, lo que apunta a poder medir y perfilar la necesidad real.
La medida fue recibida positivamente por los trabajadores sociales, que ven una oportunidad de alcanzar respuestas más eficaces frente a un fenómeno cuya tendencia es seguir al alza. “Si no tenemos viviendas públicas disponibles para las personas y las familias más pobres y vulnerables, o un sistema de arriendo protegido para que puedan acceder a un techo digno, el problema de calle, tal como ocurre a nivel mundial, seguirá aumentando”, matiza Millar.
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