María Vdovychenko, una estudiante de secundaria de 17 años, consiguió huir con sus padres, su hermana pequeña y su gato de Mariúpol, la ciudad costera ucraniana que hasta el inicio de la guerra era la más próspera de la región oriental de Donetsk.
El 24 de febrero, día que comenzó la invasión rusa, el sonido de una explosión despertó a las 3:50 de la madrugada a la madre de María, que levantó a sus hijos y preparó las mochilas para marcharse, según cuenta la joven por videollamada desde un país europeo que no quiso especificar.
No obstante, ya era tarde, pues la artillería rusa impedía la salida de la ciudad, en la que dos días después se interrumpió el suministro eléctrico y de agua.
“La primera semana nos escondimos en el baño,” rememora María, que explica sin embargo que un día un misil impactó en su edificio, haciendo caer lámparas y muebles, y la familia decidió correr a refugiarse en el sótano.
“Por el estrés y porque mi madre sufre polineuropatía no podía caminar y tuvimos que llevarla en volandas”, explicó María.
Los siguientes trece días la comida escaseó y la familia extraía agua derritiendo nieve y hielo. “No podíamos dormir por el hambre,” cuenta la joven.
Finalmente, se decidieron a salir en busca de su coche, ya que la alternativa era “morir de hambre” o “enterrados bajo los escombros,” según lo planteó su padre, Oleksandr.
A la salida de la ciudad, en un checkpoint prorruso, los combatientes les obligaron a punta de pistola a dirigirse hacia territorio separatista, donde la familia pasó diez días en la localidad de Nova Yalta, que abandonaron tras oír que había “operaciones de limpieza” en las que algunas personas desaparecían y otras eran ejecutadas en el momento.
De allí se desplazaron a Mangush, siempre buscando la forma de alcanzar territorio ucraniano.
Para ello, se enteraron, era necesario pasar primero uno de los denominados “centros de filtración”, en los que los prorrusos controlan la documentación y los teléfonos móviles en busca de combatientes o simpatías nacionalistas.
Según María, su familia tuvo que guardar cola durante dos días sin poder abandonar su vehículo ni siquiera para ir al baño, en una fila que sólo avanzaba de dos a tres coches por hora.
Peor era el destino de las personas que esperaban para cruzar a pie, que en ocasiones tuvieron que esperar un mes para poder pasar la “filtración”, asegura.
Cuando llegó el turno a la familia Vdovychenko, cinco soldados tomaron las huellas dactilares de María, escanearon sus documentos, revisaron su móvil y le hicieron preguntas provocadoras sobre su orientación política. “Intentaban encontrar personas que aman su país, que quieren vivir una vida normal,” explicó.
Su padre había borrado toda la información de su teléfono móvil, por lo que los soldados comenzaron a interrogarle, preguntándole qué ocultaba, y luego a golpearle hasta que perdió la conciencia, tras lo cual le dejaron tirado en la calle.
Tras la paliza, perdió la visión en un ojo y apenas veía con el otro, así que a partir de entonces tuvo que conducir lentamente, sorteando minas y piedras, mientras las manos le temblaban en el volante.
Después de haber sido “filtrada” y haber obtenido el correspondiente certificado, la familia pasó dos checkpoints separatistas y 27 del ejército ruso hasta poder llegar a la ciudad de Zaporiyia, 200 kilómetros al oeste y en territorio controlado por Ucrania.
En uno de cada dos, Oleksandr tuvo que desvestirse para demostrar que no tenía tatuajes “patrióticos”.
Cuando por fin llegaron a un checkpoint ucraniano, tras un día de camino, primero creyeron que era una trampa, y sólo cuando oyeron a los soldados hablar ucraniano de forma fluida se dieron cuenta de que estaban “por fin en casa”.
En Zaporiyia recibieron asistencia en un centro de ayuda para refugiados, desde donde se desplazaron a Leópolis, en el oeste, y luego a un país europeo, en el que los médicos están tratando de salvar el segundo ojo del padre de María.