Richard M. Nixon y Donald Trump. (Foto: AP)
Richard M. Nixon y Donald Trump. (Foto: AP)

Por Jonathan Bernstein

Las comparaciones con 1968 han estado en mi mente a medida que se han extendido los disturbios durante la última semana, tal vez porque el presidente, Donald Trump, está emulando a Richard Nixon de manera muy explícita en su respuesta.

Los últimos días no solo está hablando de “ley y orden”, sino que el martes también tuiteó la exclamación “¡MAYORIA SILENCIOSA!”(sí, en mayúsculas) sin ningún otro contexto, presumiblemente para los pocos que estamos familiarizados con la frase de la era de Nixon.

Eso no importa, como señala el historiador Joshua Zeitz, el rol de 1968 que Trump parece jugar es el de Lyndon Johnson. Tampoco importa, como explica el politólogo Omar Wasow a Greg Sargent, que muchas cosas han cambiado desde entonces.

No, estaba pensando en dónde estaba Nixon en este momento de su campaña por la reelección, a fines de mayo de 1972. No estaba vociferando sobre la ley y el orden. Estaba en Moscú, terminando una cumbre histórica con los soviéticos en la que firmó, entre otros acuerdos, un histórico tratado de control de armas. Eso se sumó a un viaje aún más relevante a China, que le ocupó la segunda quincena de febrero.

El caso es que Nixon no se postuló para la reelección apelando a la ley y el orden. Lo hizo por la paz y la prosperidad. Y tenía logros reales sobre los que hacer campaña, incluidas reducciones continuas de tropas y las negociaciones de paz en Vietnam (no se trata de defender el historial de Nixon en Vietnam, pero tenía un argumento para el progreso en el otoño de 1972).

La economía también estaba en auge. Así que Nixon envió a su vicepresidente a asegurar la audiencia republicana (más fácil en aquellos días con medios de comunicación menos nacionalizados), y en público actuó, bueno, de forma presidencial.

Distante de la estrategia de Trump de atender solo a sus partidarios más acérrimos en todo momento, Nixon también encontró formas de neutralizar a sus posibles opositores. Fue lo suficientemente moderado con los sindicatos como para que la AFL-CIO se mantuviera al margen en las elecciones generales.

A los partidarios suburbanos, que podrían haber estado molestos por el abandono de Nixon de los derechos civiles y las ciudades, les ofreció una agenda medioameniental. Y así sucesivamente.

No quiero exagerar; Nixon no fue liberal como presidente y muchos de los logros de su presidencia que agradaron a los liberales fueron realmente iniciativas del Congreso con las que estuvo de acuerdo. Y eso fue antes de la mala praxis que forzó su renuncia, antes de ser sometido a juicio político para su destitución. Pero el punto es que el enfoque del Gobierno de Nixon no se parecía en nada al de Trump.

Debemos tener cuidado con todo esto: las elecciones presidenciales generales no fluyen solo, ni principalmente, a través de las estrategias de campaña de los candidatos. Los acontecimientos siempre permean las campañas, e incluso los presidentes en ejercicio solo tienen una capacidad limitada para dar forma a esos eventos, como la pandemia debería dejar en claro.

Dicho esto, el ejemplo de Nixon seguramente muestra que hay cosas que los presidentes en ejercicio pueden hacer para mejorar sus posibilidades de reelección y es difícil entender cómo las está haciendo Trump. Tal vez terminará ganando de todos modos. Pero ciertamente no será por emular a Nixon.

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