Mientras Estados Unidos llegaba al millón de muertes por COVID-19 la semana pasada, la cifra pasó a segundo plano debido a masacres de personas que simplemente vivían sus vidas: haciendo compras, yendo a la iglesia o cursando el cuarto grado.
El número, alguna vez inimaginable, es ahora una realidad irreversible en el país, al igual que la persistente realidad de que la violencia con armas de fuego deja decenas de miles de muertos cada año.
Los estadounidenses siempre han tolerado elevados índices de muerte y dolor... entre ciertos sectores de la sociedad. Pero la enorme cantidad de fallecimientos por causas evitables, y la aparente aceptación de que no se vislumbran cambios políticos en el horizonte, genera la interrogante: ¿Las muertes masivas se han vuelto aceptables en Estados Unidos?
“Creo que la evidencia es indiscutible y bastante clara. Toleraremos una enorme cantidad de matanzas, sufrimiento y dolor en Estados Unidos porque lo hemos hecho durante los últimos dos años. Porque lo hemos hecho a lo largo de nuestra historia”, dice Gregg Gonsalves, epidemiólogo y profesor de Yale quien, antes de eso, era un destacado miembro del grupo activista contra el sida ACT UP.
Gonsalves hizo sus comentarios durante una entrevista la semana pasada, antes de la masacre más reciente en una escuela primaria de Uvalde, Texas, donde 21 personas fueron asesinadas el martes, entre ellas 19 niños.
“Si yo pensaba que la epidemia del sida era mala, la respuesta estadounidense al COVID es como... una forma del absurdo estadounidense, ¿no es así?”, señaló Gonsalves. “En verdad, ¿han muerto un millón de personas? ¿Y vas a hablar conmigo acerca de tu necesidad de volver a la normalidad, cuando en su mayor parte la mayoría de nosotros ha llevado vidas bastante razonables los últimos seis meses?”.
Ciertas comunidades han cargado siempre el peso de mayores tasas de mortandad en Estados Unidos. Existen profundas desigualdades raciales y de clase en el país, y nuestra tolerancia a la muerte se basa en parte en quién es el que está en riesgo, dijo Elizabeth Wrigley-Field, profesora de sociología de la Universidad de Minnesota que estudia la mortandad.
“La muerte de algunas personas importa mucho más que la de otras”, se lamentó en una entrevista realizada la semana pasada. “Y creo que eso es lo que estamos viendo de esta manera realmente brutal con esta coincidencia en el tiempo”.
En la masacre del 14 de mayo en Buffalo, Nueva York, el supuesto agresor era un racista decidido a asesinar a la mayor cantidad de personas negras que pudiera, según las autoridades. La familia de Ruth Whitfield, de 86 años y una de las diez personas asesinadas en el supermercado que daba servicio a la comunidad afroestadounidense, canalizó el dolor y la frustración de millones al exigir acciones, incluyendo la aprobación de un proyecto de ley sobre crímenes de odio y la rendición de cuentas de aquellos que propagan un discurso de odio.
“Ustedes esperan que hagamos esto una, y otra, y otra vez: que perdonemos y olvidemos”, dijo su hijo Garnell Whitfield Jr., excomisionado del Departamento de Bomberos de Buffalo. “Mientras las personas a las que elegimos y en las que confiamos para que ocupen cargos públicos en todo este país hacen todo lo que pueden para no protegernos, para no considerarnos iguales”.
Pocos días después del tiroteo en Buffalo, un hombre a 2,734 kilómetros (1,700 millas) de distancia en Texas adquiría legalmente un fusil estilo AR, y luego otro, junto con 375 balas, según senadores estatales que fueron informados por la policía. Y atacó la Escuela Primaria Robb. Habían pasado apenas diez días.
Muchos estadounidenses comparten la sensación de que los políticos han hecho poco, incluso cuando los actos de violencia siguen repitiéndose. Es una dinámica que se resume en los “pensamientos y oraciones” que se les ofrecen a las víctimas de la violencia por armas de fuego de parte de políticos que no están dispuestos a realizar compromisos significativos para garantizar que realmente ya “nunca jamás” ocurra, comentó Martha Lincoln, profesora de antropología de la Universidad Estatal de San Francisco que estudia la política cultural de salud pública.
“No creo que la mayoría de los estadounidenses se sientan bien con eso. Pienso que a la mayoría de los estadounidenses les gustaría ver acciones reales de sus líderes en la cultura sobre estos temas omnipresentes”, dijo Lincoln, quien hizo sus declaraciones antes del ataque en Uvalde y que dice que existe un “vacío político” similar en torno al COVID-19.
El elevado número de muertes por COVID-19, armas de fuego y otras causas es difícil de dimensionar y puede empezar a sentirse como ruido de fondo, desvinculado de los individuos que perdieron la vida y de las familias que quedaron afectadas para siempre.
La sociedad estadounidense ha llegado incluso a aceptar la muerte de niños por causas evitables.
En una columna reciente publicada en el diario The Advocate, el pediatra Mark W. Kline resaltó que más de 1,500 niños han muerto de COVID-19, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC por sus iniciales en inglés), a pesar del “mito” de que es inofensivo en niños. Kline escribió que hubo una época en la pediatría en que “se suponía que los niños no morirían”.
“No había un saldo pediátrico aceptable de conteo de cadáveres”, escribió. “Al menos no antes de que la primera pandemia de la era de las redes sociales, el COVID-19, cambiara todo”.
Existen muchas similitudes entre la respuesta de Estados Unidos al COVID-19 y su respuesta a la epidemia de la violencia por armas de fuego, según Sonali Rajan, una profesora de la Universidad de Columbia que investiga la violencia escolar.
“Desde hace mucho que normalizamos las muertes en masa en este país. La violencia con armas de fuego ha persistido durante décadas como una crisis de salud pública”, señaló la semana pasada, resaltando que cerca de 100,000 personas son baleadas cada año y unas 40,000 de ellas morirán.
La violencia con armas de fuego es una parte tan importante de la vida en Estados Unidos actualmente que organizamos nuestras vidas en torno a su inevitabilidad. Los niños hacen simulacros de cierres por emergencias en las escuelas. Y en cerca de la mitad de los estados del país los maestros tienen permitido portar armas, indicó Rajan.
Cuando analiza la respuesta actual al COVID-19, ve una dinámica similar. Los estadounidenses, señaló, “merecen ser capaces de ir al trabajo sin enfermarse, o trabajar en algún lado sin enfermarse, o enviar a sus niños a la escuela sin que se enfermen”.
“¿Qué pasará más adelante si más y más personas se enferman y quedan incapacitadas?”, se preguntó. “¿Qué es lo que pasará? ¿Viviremos así en el futuro previsible?”
Es importante, recalcó, preguntar qué políticas están siendo implementadas por funcionarios electos que tienen el poder para “atender la salud y el bienestar de los que votaron por ellos”. “Es de llamar la atención cómo hasta cierto punto se ha abdicado de esa responsabilidad, que es la forma en que yo lo describiría”, comentó Rajan.
El nivel de preocupación sobre las muertes a menudo depende del contexto, dice Rajiv Sethi, profesor de economía de la Universidad Barnard y que ha escrito sobre la violencia de armas de fuego y sobre el COVID-19. Hace notar un evento poco común pero dramático, como la caída de un avión o un accidente en una planta nuclear, que sí parecen importarle a la gente.
En contraste, algo como las muertes por accidentes de tránsito recibe menos atención. El gobierno señaló la semana pasada que casi 43,000 personas murieron en los caminos y autopistas del país el año pasado, el nivel más elevado en 16 años. Este año el gobierno federal dio a conocer una estrategia para combatir el problema.
Incluso cuando se habla sobre la violencia por armas de fuego, las masacres reciben mucha atención, pero representan una pequeña cantidad de los fallecimientos por armas de fuego que suceden en Estados Unidos todos los años, dijo Sethi en una entrevista la semana pasada.
Por ejemplo, hay más suicidios (24,000) que homicidios (19,000) con estas armas en el país. Pero, a pesar de que existen propuestas políticas que podrían ser útiles dentro de los límites establecidos por la Segunda Enmienda constitucional, asegura, el debate sobre las armas de fuego está empantanado políticamente. “El resultado es que no se hace nada”, subrayó Sethi. “El resultado es una parálisis”.
La doctora Megan Ranney de la Facultad de Salud Pública de la Universidad Brown considera que es una frustrante “impotencia aprendida”.
“Ha habido casi una narrativa sostenida creada por algunos que les dice a las personas que estas cosas son inevitables”, indicó Ranne, doctora de sala de urgencias que investigó sobre la violencia por armas de fuego antes de la llegada del COVID-19, en declaraciones previas a la masacre del martes en Texas, en la que murieron 21 personas. “Nos divide cuando las personas piensan que no hay nada que ellas puedan hacer”.
Se pregunta si la gente realmente capta la enorme cantidad de personas que mueren a causa de las armas, del COVID-19 y de los opioides. Los CDC señalaron este mes que más de 107,000 estadounidenses fallecieron por sobredosis de drogas en el 2021, un nuevo máximo histórico.
Ranney también se refiere a las falsas narrativas difundidas por personas mal intencionadas, tales como el negar que estas muertes eran evitables, o insinuar que aquellos que perdieron la vida lo merecían. En Estados Unidos hay un énfasis en la responsabilidad individual por la salud de uno mismo, comentó Ranney, y una tensión entre el individuo y la comunidad.
“No es que le demos menos valor a una vida individual, sino que estamos topándonos con los límites de esa postura. Porque la verdad es que la vida de cada individuo, la muerte o discapacidad de un individuo, afecta a la comunidad en general”, manifestó.
En el último siglo ha habido debates similares sobre las leyes de trabajo infantil, las protecciones a los trabajadores y los derechos reproductivos, recalcó Ranney.
Es importante comprender la historia, dijo Wrigley-Field, quien enseña la historia de ACT UP en una de sus clases. Durante la crisis del sida en la década de 1980, el secretario de prensa de la Casa Blanca respondió con bromas homofóbicas cuando se le preguntó sobre ese mal, y todos en la sala rieron. Los activistas pudieron organizar un movimiento masivo que obligó a las personas a cambiar su forma de pensar y obligó a los políticos a modificar la manera en que operaban, declaró.
“No creo que esas cosas no estén a discusión ahora. Es sólo que en realidad no está muy claro si van a surgir. No pienso que darse por vencido sea la situación permanente. Pero sí creo que en este momento estamos en ese punto”, comentó Wrigley-Field.