Por Mark Whitehouse
Los manifestantes que ocupan las calles de Estados Unidos están justamente indignados por los asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor y tantos otros, y la brutalidad crónica de esas muertes son un ejemplo. Pero su enojo también refleja otro malestar: el impacto dispar de la crisis de coronavirus en la población negra del país.
A medida que se extiende la pandemia, está matando y empobreciendo a la población negra a tasas descomunales. Esto se debe en parte a generaciones de discriminación que la dejan desproporcionadamente vulnerable y ante una terrible elección: arriesgar sus vidas yendo al trabajo o perder sus medios de vida.
Incluso antes de que llegara la pandemia, casi una de cada dos personas negras estaba en una situación financiera tan precaria que no podía pagar sus facturas mensuales o quedaría sin dinero en caso de un gasto repentino de US$ 400, según los últimos datos de la Reserva Federal. El patrimonio neto de una familia negra típica era de solo una décima parte del de una familia blanca típica, una brecha que poco se ha compensado en las últimas tres décadas.
Imagine lo que debe ser no tener seguro médico, vivir en una casa con muchas más personas que habitaciones, en una comunidad con servicios públicos inadecuados, contaminación tóxica y poca comida nutritiva a proximidad. Además de todo eso, luego enfrentarse al COVID-19.
Estas injusticias subyacentes han exigido acción durante mucho tiempo. Ahora, vulneran a una sociedad estadounidense peligrosamente frágil en un momento en que la unidad es muy necesaria.
¿Cómo se convirtió la raza en un factor de riesgo tan estrechamente asociado con el nivel de vida de las personas y la susceptibilidad a una pandemia mortal? El proceso de ninguna manera ha sido natural o inevitable.
Para lo población negra estadounidense, 250 años de esclavitud fueron solo el comienzo. Desde la emancipación hasta mediados de la década de 1900, un número incalculable de personas en los estados del sur fue linchado, desprovisto de sus tierras y propiedades, o arrestado, condenado y vendido para trabajos forzados, un precursor del encarcelamiento masivo que aún destruye tantas vidas negras.
Quienes huyeron hacia el norte en las dos grandes migraciones del siglo XX se vieron excluidos del subsidio de vivienda del Gobierno que creó la clase media blanca y muchas de las comunidades suburbanas de la actualidad, hasta el punto en que un desarrollador de Detroit realmente construyó un muro en concreto de media milla de largo para mantener alejada a una comunidad negra vecina.
En cambio, se apiñaron en barrios segregados, privados de inversión pública y sujetos a innumerables formas de depredación financiera, incluidos los contratos de tierras de los años 50 y 60, las hipotecas de alto riesgo de principios de la década de 2000 y los prestamistas de día de pago, preparadores de impuestos y concesionarios de automóviles actuales.
Una vez que un determinado grupo de personas ha fracasado, una vez que la desventaja concentrada los asocia con códigos postales, educación, salud, riqueza y otras características, la discriminación se vuelve generalizada y automática. Las políticas “daltónicas” los excluyen, la Policía los perfila, los empleadores los rechazan, los algoritmos de crédito también, asegurando así un estado perpetuo de inseguridad.
El coronavirus ha hecho que la inseguridad sea aun más mortal. Los datos nacionales son incompletos, por lo que las generalizaciones a nivel nacional son difíciles. Dicho esto, los análisis por condado y grupo de edad, y en ciudades específicas, sugieren que la enfermedad está afectando mucho más a los negros.
Los beneficiarios negros de Medicare, por ejemplo, han sido hospitalizados a una tasa casi cuatro veces mayor que los beneficiarios blancos, según los Centros de Servicios de Medicare y Medicaid.
La ciudad de Nueva York, que a mediados de junio representaba casi una quinta parte de las muertes registradas por COVID-19 en EE.UU., informa que los residentes negros y latinos están muriendo a tasas ajustadas por edad de al menos el doble que las de sus homólogos blancos. Tendencias similares han surgido en Chicago y Los Ángeles.
Los roles de los trabajadores negros en el mercado laboral los dejan particularmente expuestos, parte de lo que el Dr. Anthony Fauci, el principal experto en enfermedades infecciosas del país, ha llamado un “doble golpe” de las condiciones de salud subyacentes y los riesgos relacionados con el trabajo.
Ocupan una proporción descomunal (más de 15%) de trabajos de primera línea de alto riesgo, como conductores de autobuses, cajeros de tiendas de comestibles y asistentes de salud en el hogar. También tienen menos probabilidades de poder trabajar desde casa, más probabilidades de depender del transporte público y más probabilidades de trabajar en industrias de servicios afectadas como hoteles, restaurantes y tiendas minoristas.
Al mismo tiempo, muchos afroamericanos han sido los últimos en beneficiarse de la ayuda federal, si es que se han beneficiado. El Servicio de Impuestos Internos distribuyó cheques de ayuda de US$ 1,200 por adulto y US$ 500 por niño, pero tuvo problemas para localizar a millones de personas que ganan muy poco como para presentar una declaración de impuestos, o que carecen de cuentas bancarias, grupos que son desproporcionadamente negros.
En términos más generales, la pandemia está profundizando las disparidades que han vulnerado a las comunidades desfavorecidas. Es posible que las empresas locales nunca se recuperen, particularmente por lo difícil que ha sido para ellos acceder a los fondos del Programa de Protección de Cheques de Pago.
El giro hacia la escuela en línea está haciendo retroceder a los niños que carecen del equipo y el espacio necesarios para estudiar. Además, aquellas personas que de por sí no tenían un trabajo formal están cayendo aún más en la pobreza.
¿Qué hacer? Comencemos con las cosas simples, destinadas a aliviar la angustia inmediata de las personas más necesitadas.
Una expansión temporal de los beneficios de los cupones de alimentos federales, por ejemplo, sería una excelente manera de llegar a aquellos a quienes la Ley de cuidados llamada Care Act ha obviado, incluidos los no bancarizados y los profundamente pobres.
La asistencia de alquiler de emergencia podría ayudar a las personas a permanecer en sus hogares después de que finalicen las moratorias de desalojo. Más fondos federales podrían ayudar a los gobiernos estatales y locales a reducir los retrasos de las personas que solicitan beneficios de emergencia.
Es esencial que las personas puedan acceder a la atención médica, mantenerse alejadas del trabajo cuando están enfermas, permanecer en cuarentena de manera segura y cuidar a sus seres queridos. Con ese fin, el Congreso debe diseñar fondos de ayuda de una manera que aliente a los estados a expandir la cobertura para gastos médicos relacionados con COVID-19 bajo Medicaid.
Debería extender la licencia remunerada por enfermedad a decenas de millones de trabajadores estadounidenses que aún no están totalmente cubiertos, en parte aplicando ese requisito a las empresas que emplean a más de 500 personas. Y los gobiernos estatales y locales, con apoyo federal, deberían proporcionar espacio en dormitorios u hoteles para las personas que necesitan un lugar temporal para autoaislarse o distanciarse de un hogar infectado.
Sin embargo, la ayuda inmediata por sí sola no abordará el malestar original: las profundas desigualdades que dividen a la nación por raza. Eso requerirá un cálculo mucho más fundamental y un esfuerzo mucho más ambicioso para rectificar las injusticias históricas.
Lo primero son los derechos y libertades básicos. El Gobierno debe comprometerse a recopilar y publicar los datos necesarios para reconocer la discriminación donde sea que surja, como en créditos, empleos, adquisiciones, sufragio, arrestos y condenas.
También debería reorientar y redoblar sus esfuerzos para defender los derechos civiles; por ejemplo, mediante la reforma del sistema de justicia penal, la eliminación de la privación de derechos a través de las leyes de identificación de votantes, aplicando normas diseñadas para poner fin a las reglas exclusivas de zonificación de vecindarios y requiriendo capacitación implícita sobre sesgos donde sea que su autoridad se extienda.
En segundo lugar, tenemos que revertir el daño causado. EE.UU. socava su propia prosperidad al dirigir a las personas de color hacia callejones sin salida llenos de desventajas concentradas.
Un remedio bien coordinado para esto podría comenzar con una gran inversión federal destinada a producir un giro en las comunidades más desfavorecidas del país, utilizando programas que hayan demostrado ser efectivos para mejorar la salud, la educación, la seguridad pública y el empleo, y recabar más evidencia que permita que el gasto del Gobierno en todo el país sea direccionado hacia lo que funciona.
Entre los ejemplos está aumentar el acceso a prekínder gratuito, ampliar la capacitación y el aprendizaje, actualizar la infraestructura para mejorar la resiliencia y la calidad de vida.
Dichas iniciativas deberían coincidir con reformas más amplias, como la prestación de atención médica asequible a todos y una educación universitaria pública de calidad, gratuita y efectiva para los estudiantes de menores ingresos.
En tercer lugar, deberíamos derribar los obstáculos que afianzan las disparidades de riqueza. De generación en generación, es difícil salir adelante si carecen de los recursos para resistir un pequeño impacto, y mucho menos para proporcionar un impulso o un respaldo a sus hijos. Sin embargo, una combinación de política federal y una discriminación más sutil han excluido a muchas personas de color de los dos principales vehículos de creación de riqueza: la propiedad de viviendas y el espíritu empresarial.
Aquí tampoco hay una solución única. La construcción de más viviendas de bajos ingresos para la compra aumentará la oferta y reducirá los precios. Conectar a los no bancarizados con cuentas gratuitas o a precios razonables y actualizar los modelos de calificación crediticia hará que más personas sean elegibles para préstamos.
Hacer cumplir las leyes de préstamos justos y apoyar a las instituciones financieras de desarrollo comunitario, que se centran en comunidades marginadas, puede garantizar que las personas obtengan el crédito para el que califican. Brindar asistencia para el pago inicial y permitir que los cupones federales de vivienda se utilicen para pagos de hipotecas podría ayudar a las personas a crear capital.
Y proporcionar a los empresarios microcréditos específicos, redes de tutoría y ventanillas únicas y efectivas para ayudar a acceder al crédito, navegar por la burocracia y ofertar por contratos gubernamentales podría ayudarlos a arrancar y hacer crecer negocios.
Los elementos cruciales de este esfuerzo deben ser la persistencia y el cuidado, una determinación general para identificar y ampliar las medidas que pueden ayudar. Los beneficios deberían fluir ampliamente: a la población negra estadounidense, a todas las personas que se encuentran del lado equivocado de la discriminación y, en última instancia, a todo el país, al permitir que más estadounidenses desarrollen todo su potencial.
Sin duda, caminar hacia este objetivo será una tarea nacional monumental. No obstante, si esta crisis ha demostrado algo positivo, es que el Congreso es capaz de acordar medidas sin precedentes y reunir billones de dólares cuando se enfrenta al abismo. Las profundas divisiones en la sociedad estadounidense son aun más amenazantes que la pandemia que las ha exacerbado. Merecen ser abarcadas con la misma seriedad.