El número diario de muertes por COVID finalmente ha caído bajo los niveles de marzo de 2020. En mayo expirará el decreto de emergencia de Estados Unidos y, en la mayoría de los lugares, la vida se ve bastante normal. Los cines, aviones, restaurantes y gimnasios están abarrotados. Si las familias se reúnen al aire libre, probablemente sea porque hay buen clima, no porque estén tratando de evitar enfermarse.
Pero un lugar, la oficina, aún no se ha repoblado por completo. A pesar de que la inflación se ha disparado, las tasas de interés han aumentado y se han anunciado despidos —todos los eventos que podrían hacer que los trabajadores remotos se sientan inseguros e inclinados a dedicar más tiempo al trabajo presencial— los registros de ingreso a las oficinas siguen siendo solo la mitad de los niveles de 2019. E incluso cuando la gente se presenta, algunos no se quedan durante todo el día, sino que registran el ingreso, saludan a sus colegas y luego regresan a casa para terminar su trabajo.
Muchos líderes corporativos dicen que los trabajadores no están lo suficientemente comprometidos con sus trabajos y señalan que la causa es el trabajo remoto. La solución, dicen, es obvia: promocionar los beneficios de la estructura y el tiempo cara a cara con los colegas y, si eso no hace que las personas regresen voluntariamente, simplemente hay que ordenarles a los empleados que vuelvan a sus escritorios.
Aquellos que no ven ningún problema con el trabajo remoto señalan que las encuestas que siguen el compromiso con el lugar de trabajo muestran que los niveles son solo un par de puntos porcentuales más bajos que en 2019. La notoria tendencia de la “renuncia silenciosa” resultó ser un mito (como escribí el año pasado) y la llamada Gran Renuncia resultó ser principalmente la jubilación de los baby boomers o el cambio de trabajadores de bajos salarios a empleos con mejores salarios.
Pero, ¿y si ambos lados están equivocados? ¿Qué pasa si hay un problema difícil de cuantificar en la fuerza laboral en este momento, pero que no es causado por el trabajo remoto?
Tome esto en cuenta: en todo el mundo, el coronavirus ha cobrado la vida de casi 7 millones de personas. Más de un millón de esas muertes ocurrieron solo en EE.UU. Un año después de la pandemia, alrededor del 20% de los estadounidenses ya conocían a alguien que había muerto por COVID; después de la ola de ómicron, ese número se duplicó. Y si se incluyen las hospitalizaciones, la cifra se duplica nuevamente. Más del 80% de los estadounidenses ahora conocen personalmente a alguien que ha sido hospitalizado o ha muerto a causa del virus.
Hemos estado rodeados por la muerte. No en sentido figurado. No esporádicamente. El COVID trajo la muerte a la puerta de nuestros hogares. La minoría de estadounidenses que no conoce a nadie que haya muerto o haya sido hospitalizado por COVID es extremadamente afortunada, pero tampoco ha salido ilesa. Durante 36 meses ha habido constantes recordatorios de lo finita que es la vida.
Enfrentarse a tanta mortalidad afecta a las diferentes personas de manera diferente, dice Gianpiero Petriglieri, profesor de comportamiento organizacional en la escuela de negocios Insead, quien también recibió formación en psiquiatría. Ante tanta muerte, algunos pueden abocarse a sus amigos cercanos y familiares, y evitar relaciones más lejanas.
Otros pueden volverse aún más tribales y preferir su propio grupo político o étnico. Algunos pueden decidir volverse más cautelosos para tratar de mantener a raya a la muerte, dice, mientras que otros pueden asumir más riesgos al pensar que solo se vive una vez y que no hay mucho que se pueda controlar. Lo que une a todos estos comportamientos es la misma conclusión subyacente: nuestro tiempo no es infinito.
Desde mi posición como escritora sobre el lado humano de los negocios puedo decir que este rango de respuestas emocionales y el trauma compartido como su causa subyacente han sido ignorados ampliamente por la mayoría de los ejecutivos y expertos en gestión.
Sí, las empresas han tenido que lidiar con el COVID. Los líderes han tenido que gestionar una enorme cantidad de complejidades durante la pandemia, desde una crisis en la cadena de suministro hasta políticas de uso de mascarillas en el lugar de trabajo. Pero la atención se ha centrado principalmente en la logística, no en la nueva realidad emocional de los empleados.
Frases como “demanda acumulada” y “reexaminar nuestra relación con el trabajo”, omnipresentes en los últimos tres años, apenas comienzan a incluirla. Es un poco como una crisis masiva de la mediana edad.
En la medida en que las personas sientan un poco menos de fanatismo con respecto a su vida laboral, Petriglieri cree que podría ser una señal de crecimiento personal. Antes del COVID, la presión por trabajar un numero poco sensato de horas, amar el trabajo, identificarse fuertemente con la carrera elegida y —particularmente en segmentos del sector tecnológico— cambiar el mundo de manera fundamental, era un poco obsesiva, dice.
Si las personas ahora tienen más distancia emocional con el trabajo y pueden dedicar más tiempo a las necesidades básicas —como el ejercicio, el sueño y la conexión humana—, esa es una corrección saludable.
En este nuevo panorama, los altos ejecutivos en oficinas medio vacías son un poco como sacerdotes parados en iglesias medio llenas, dice Petriglieri. Si usted es sacerdote y la mitad de su congregación ha dejado de asistir, ¿creería que probablemente estén orando con la misma intensidad en casa? ¿Se diría a usted mismo que la fe y las buenas obras son realmente lo que importa? Probablemente no.
Visto a través de esta lente, el tira y afloja sobre el trabajo remoto debería verse un poco diferente. Los trabajadores se han vuelto más selectivos respecto de cómo gastan su tiempo. Se han dado cuenta de que los viajes largos al trabajo son literalmente horas de tiempo que nunca podrán recuperar. Y se ha vuelto obvio que las personas pueden ser productivas sin tener que ir a una oficina.
Si enfrentarnos a nuestra propia mortalidad nos ha ayudado a encontrar más equilibrio, eso es algo bueno. Incluso si deja a los líderes de la iglesia del capitalismo sintiéndose un poco perdidos.
Por Sarah Green Carmichael