Cuando el coronavirus COVID-19 llegó a Chile y acabó abruptamente con el trabajo de Lorena Rodríguez, la niñera de 47 años tomó la dolorosa decisión de empeñar sus joyas -regalos de décadas anteriores- para tener dinero en efectivo.
Al igual que más de la mitad de los latinoamericanos, trabajaba en el sector informal cuidando a dos niños en una zona de lujo de la ciudad costera de Valparaíso, pero viviendo sin apuros con unos ingresos que con los de su marido llegaban a unos 700,000 pesos (US$ 905) al mes.
De repente, preocupados por el riesgo de que Rodríguez se contagiara en el viaje en autobús, la familia dejó de darle trabajo en marzo.
Sin contrato, no podía recibir beneficios como el subsidio de desempleo o el apoyo social, pese a que vive en uno de las países más ricos de la región. Un pago de emergencia de 100,000 pesos (US$ 126) del gobierno pronto se agotó, obligándola a acudir a la casa de empeños.
“Era como algo ya de último, como acudir a esto”, dijo Rodríguez, quien cambió sus anillos y pulseras por un préstamo de 340,000 pesos para mantenerse ella y su marido, un miembro retirado de las Fuerzas Armadas. “Tenía un trabajo estable, podía vivir bastante bien, sin preocupaciones por los menos. Creo que esto nunca termina”.
Millones de personas de las clases medias de América Latina están siendo arrastradas de nuevo a la pobreza, porque el COVID-19 ha dejado expuesta la fragilidad de las redes de bienestar y la falta de recursos financieros de los gobiernos. El mercado laboral de la región se ha visto más afectado que en cualquier parte del mundo.
Tras el estancamiento económico y las crisis de la década de 1980, América Latina había visto prosperar su clase media gracias al auge de las materias primas que impulsó el crecimiento en la década del 2000 y ayudó a sacar a 60 millones de personas de la miseria.
Ahora, la región de 650 millones de personas verá su economía contraerse más de 9% este año, según estimaciones de la ONU, el peor desplome de la actividad en el mundo en desarrollo.
La pobreza volverá a los niveles del 2005.
Muchos economistas afirman que la crisis ha puesto de manifiesto la indiferencia de América Latina frente a debilidades que son históricas: la dependencia de sectores de baja productividad como la minería y la agricultura, la incapacidad para incorporar más trabajadores a los empleos formales y la falta de sistemas fiscales eficaces para redistribuir la riqueza concentrada en una pequeña élite.
“Esta crisis debe servir como un llamado de atención para que nos movilicemos contra las disparidades y brechas que han redundado en un mundo cada vez más frágil”, dijo el ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, Felipe Sola, en una reciente reunión del G20.
Según Asier Hernando, director regional de la organización benéfica Oxfam, la pandemia podría empujar a 52 millones de personas más a la pobreza y dejar a otros 40 millones de desempleados. Las mujeres y los grupos indígenas se verán especialmente afectados.
“Lo que pasa con América Latina es que no tienes colchón. Si caes, caes mucho”, dijo. “Eso puede romper el contrato social de la región y pudiera suponer unos años de enorme conflictividad social”.
Después de las protestas en varios países sudamericanos el año pasado, la pandemia ha puesto de nuevo de relieve el hambre, la desigualdad y la falta de apoyo estatal.
En Chile, donde las protestas del 2019 se volvieron violentas, la recesión está resucitando la ira. En Perú, el Congreso intentó destituir al presidente y al ministro de Economía por la falta de apoyo a las pequeñas empresas. En Venezuela, que ya estaba en una espiral de pobreza antes del COVID-19, las protestas por la escasez han aumentado.
Auge y caída
El virus se demoró en llegar a América Latina, pero golpeó fuertemente.
Cinco de los 10 países más infectados del mundo son de la región, en la que ha habido un 34% de las muertes del mundo, a pesar de que sólo tiene cerca de un 8% de la población.
Los epidemiólogos citan la pobreza como una causa.
Con hasta un 58% de trabajadores en el sector informal, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), muchos no pueden ponerse en cuarentena o morirían de hambre.
Cerca de 2.7 millones de empresas, o casi el 20% de las empresas, van a cerrar, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (Cepal). La OIT dice que 34 millones de personas ya han perdido sus empleos.
Sólo el 12% de los trabajadores latinoamericanos tienen derecho a recibir pagos por desempleo, frente al 44% en América del Norte y Europa.
La situación ha dejado expuesto a un ejército de trabajadores autónomos y empresarios en ciernes, lo que podría perjudicar el crecimiento durante años. “Van dos meses que no he podido pagar el colegio de mi hija”, dijo Goodny Aiquipa, una comerciante de ropa de 36 años en la capital peruana, Lima.
Sus padres se habían mudado del campo para trabajar como vendedores ambulantes. Pero ella pudo construir una casa, pagar una educación privada, vacaciones y planear la compra de un coche.
Ahora el brote en Perú -el más mortal del mundo por cantidad de habitantes- la obligó a cerrar su tienda de camisetas. “Luz y agua estoy atrasada un mes. Lo que tenía para pagar el alquiler de mi local lo gasté en comida”, dijo.
Los más pobres han sido los más afectados en términos de pérdida de empleos, mientras que casi ocho de cada diez personas ya vivían con un ingreso inferior al triple del umbral de pobreza, dijo Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Cepal.
“Es muy difícil hablar de una clase media cuando estas personas son muy vulnerables”, dijo Bárcena.
Una escuela cierra
Los gobiernos regionales también carecen de los medios financieros para emular los paquetes de estímulo de Estados Unidos o Europa. La mayoría de ellos tienen bajos ingresos fiscales y una elevada deuda.
En Guatemala, donde el gasto social es uno de los más bajos de la región, los empresarios Aura Cartagena y Erwin Pozuelos esperaron en vano un apoyo financiero.
Para financiar su escuela en la Ciudad de Guatemala, la pareja se endeudó y vendió sus coches y propiedades para pagar a los 25 empleados, antes de cerrar sus puertas.
“Ahorita no tenemos ni una sola propiedad que esté solvente, todo está endeudado”, dijo Cartagena, de 51 años, en la sala de la pequeña casa a la que se mudó la familia, conteniendo las lágrimas.
Una serie de grandes compañías -desde las principales aerolíneas hasta las empresas de energía- tuvieron que despedir a personal o cerrar.
Los economistas advierten que la crisis hará que millones de personas dejen de trabajar por cuenta ajena para pasar a empleos informales con salarios más bajos, menos prestaciones y menos protección.
Incluso en México, la segunda economía más grande de la región, el gobierno de izquierda de Andrés Manuel López Obrador ha evitado un generoso rescate, debido a la preocupación por sus finanzas. Se espera que hasta 10 millones de personas, muchas de ellas de la clase media mexicana, caigan en la pobreza, según los analistas.
Fuera de una cocina en la Ciudad de México, Carlos Alfaro, un chofer de 51 años de edad de Uber que también tenía un negocio de limpieza, espera por un guiso, arroz y pan para su madre de 77 años y sus dos hijos.
El trabajo desapareció obligándolo a buscar ayudas. “Nunca imaginé que iba a tener que venir a hacer esto”, dijo.
El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas predice que 16 millones de personas en la región podrían enfrentarse a una grave escasez de alimentos este año.
En Brasil, la mayor economía de la región, el gobierno de extrema derecha del presidente Jair Bolsonaro abandonó las políticas de austeridad por las ayudas sociales que a corto plazo redujeron la pobreza.
A pesar de los gastos sociales de Brasil, que incluso el gobierno admite que no puede sostener, los trabajadores que buscan subir en la escala social están pasando por momentos difíciles.
Douglas Felipe Alves Nascimento, de 21 años, se mudó a Sao Paulo a principios de año para trabajar en una empresa textil después de años de trabajo a tiempo parcial en la construcción.
El sueldo era suficiente para alquilar una habitación, comprar artículos básicos para el hogar y comenzar a terminar el bachillerato, pero cuando el COVID-19 golpeó, fue uno de los primeros en perder su trabajo.
En julio, había vendido sus cosas para cubrir el alquiler no pagado y se dirigió a una misión católica para conseguir comida y ropa de abrigo.
“Todo lo que había logrado en esos tres meses de trabajo se perdió en un mes de pandemia”, dijo.