El anuncio de una nueva cuarentena cayó como un súbito “baldazo de agua fría” en los asentamientos más carenciados de Perú, donde las ollas comunes resisten con apuros como una expresión vecinal de emergencia para matar el hambre, mientras esperan que las autoridades acudan en su auxilio.
En el “asentamiento humano” de Buena Vista, en el populoso distrito limeño de Villa María del Triunfo, hace más de diez meses que la olla común “La Milagrosa” vende por el simbólico precio de dos soles (US$ 0.56) un plato de comida al día a más de 140 familias, una cifra que no deja de aumentar tras la imposición del nuevo confinamiento decretado en el país para frenar la segunda ola del COVID-19.
“Ahora que las familias regresan, ¿de dónde lo vamos a sustentar? No hay gas, no hay sal, no hay leña” y “no tenemos el apoyo de nadie” porque “somos olvidados aquí”, lamentó Aurora Ayala Escalante, una de las lideresas de esta olla, que nació de manera improvisada en marzo del año pasado ante la necesidad de resistir a la falta de trabajo, dinero y comida.
Sobrevivir con una ración diaria
La mujer, de 37 años, vive con su esposo y su hija en una de las rudimentarias casas de madera contrachapada y techo de calamina que resiguen el relieve del cerro, donde no hay agua potable ni desagüe.
Todos los días, Ayala supervisa durante casi ocho horas el trabajo de las vecinas que, en turnos semanales, hacen malabares con las pocas donaciones que reciben, convencidas de la necesidad de “seguir luchando para sobrevivir”, pese a la incertidumbre y la falta de amparo institucional.
“Ya no tenemos víveres, solo nos queda para dos semanas y no sé qué vamos a hacer”, dijo la lideresa, quien no pudo evitar las lágrimas al recordar un día que su hija, de ocho años, le pidió un plato de comida para la cena y apenas pudo ofrecerle un vaso de leche.
El silencio consumió a la vecina Luisa Suárez Cuya, de 47 años, cuando fue preguntada por un eventual desabastecimiento de “La Milagrosa”. “Vivimos de las personas que colaboran”, dijo con una voz rota.
De hecho, su familia no come nada más fuera del almuerzo que les proporciona la olla y abonar el pago de dos soles todos los días ya resulta “bien difícil”.
“Trabajábamos para los gastos diarios y nos hemos quedado sin trabajo yo y mi esposo”, contó la mujer, quien vive también con su madre, de 85 años y enferma de Alzheimer.
Oídos sordos a las promesas
Así como Suárez, muchos viven con preocupación y desconfianza ese segundo confinamiento, que pone en jaque a estas cocinas colectivas que crearon para afrontar los desafíos de la pandemia y que, solo en Lima, ya superan las 1,030, según el último registro oficial.
Las ollas “no estaban abastecidas para enfrentar esa segunda cuarentena porque las donaciones disminuyeron un montón en el último trimestre del año pasado”, lamentó Gianina Meléndez, una de las fundadoras de Manos a la Olla, un colectivo que “acompaña y fortalece” tres ollas de Villa María del Triunfo y otra del distrito vecino San Juan de Miraflores.
“Les cayó como un baldazo de agua fría que el presidente saliera a decir eso pero sin ninguna medida clara para apoyarlas a ellas”, criticó Meléndez, quien sostuvo que el principal problema reside en la “falta de transparencia” de las autoridades y las pocas garantías de cumplir “sus promesas”.
“El año pasado se determinó que iban a dar asistencia, pero no se cumplió”, pues “las canastas no llegaron y el bono no llegó ni para el 50% de la población” que lo necesitaba, espetó.
Esta vez, tras anunciar la semana pasada el retorno a la cuarentena, el presidente Francisco Sagasti aseguró que el Gobierno entregaría apoyo alimentario a los comedores populares y ollas comunes, pero “nunca dijeron ni cómo, ni cuándo, ni dónde”, denunció la portavoz del colectivo.
No alcanza para más
En la práctica, la desconfianza y la escasez se traducen en una racionalización al milímetro de todos los recursos. Así, muchas ollas cocinan con leña para ahorrar el gas y apenas preparan carne o pescado una vez a la semana porque “no alcanza más”.
La olla “La Esperanza”, por ejemplo, llegó a repartir dos pollos entre el centenar de platos de tallarines que prepararon para la comunidad de Nueva Vista, ubicada a escasos metros de “La Milagrosa”.
Allí, las vecinas también se alternan para cocinar desde las 8 de la mañana una media de 90 raciones diarias de menestras.
Pocos minutos después de las 12, cuando la comida ya está lista, el sonido de un silbido convoca a las decenas de vecinos que, cargados de platos y protegidos con mascarillas, se esfuerzan por dejar un metro de distancia en la fila que forman enfrente de la cocina.
Siguiente reto: el agua
A lo largo de los meses, si bien la organización se impuso a la espontaneidad inicial de las ollas, el miedo sigue siendo una constante frente a múltiples interrogantes. Por cuánto tiempo se extenderá ese segundo confinamiento, previsto para durar quince días, cuántas nuevas familias necesitarán acudir a las ollas... y el agua.
Desde el segundo trimestre del año pasado, el Gobierno peruano rellena de forma gratuita los bidones de agua de las zonas periféricas de Lima que carecen de acceso a las redes de agua potable y desagüe.
Las ollas de Villa María del Triunfo se sirven de estos tanques para cocinar o limpiar los alimentos pero, según contaron las vecinas, esa ayuda institucional tiene una inminente fecha de caducidad: el próximo mes de marzo.
“De dónde sacamos 60 soles (unos US$ 17) para dos tanques en una semana? Estamos muy preocupados”, espetó Ayala, quien añadió: “Encima, nuestro Gobierno dice ‘lávense las manos, cuídense’ pero si no hay agua, ¿con qué?”.
A pesar de todo, fieles a su resiliencia, las lideresas de las ollas comunes auguran que “seguirán adelante” y trabajarán para formalizar sus iniciativas y convertirlas en comedores populares a fin de tener acceso así a las ayudas que tanto reclaman y aún no llegan.