Por Mac Margolis*
En un continente devastado por el contagio y la destrucción de la riqueza, Perú ha registrado una caída especialmente fuerte. El país que alguna vez fue la joya de las economías latinoamericanas, que creció a un ritmo acelerado de 6.1% al año entre el 2002 y 2013 y sacó a 6.4 millones de personas de la pobreza, el segundo trimestre registró una contracción de 30% del producto bruto interno (PBI) y es probable que termine el año 17% más pobre antes de repuntar el año que viene, según Bloomberg Economics.
A pesar de la generosa ayuda a los pobres y las estrictas reglas de distanciamiento social que recibieron elogios internacionales, el nuevo coronavirus ha agobiado al país andino con una de las tasas de mortalidad más altas del mundo.
Oficialmente, la pandemia ha cobrado más de 31,000 vidas, pero debido a informes erróneos y a un aumento en las muertes no confirmadas pero sospechosas de deberse al COVID-19, el número real podría ser al menos 74% más alto, si no el doble de la tasa actual.
Jorge Valladares, ciudadano peruano que trabaja en Transparencia Internacional dijo que el país es una vez más un cementerio, en referencia a la época del terrorismo de 1980 al 2000, que cobró 70,000 vidas.
Como si eso no fuera suficiente desgracia, la tragedia ha avivado la insurrección política, últimamente al borde de la farsa. El 18 de setiembre, un Congreso oportunista intentó derrocar al presidente Martín Vizcarra, quien ha sido acosado por acusaciones de malversación de fondos públicos y de luego encubrir el escándalo.
La revuelta fracasó. Solo 32 legisladores votaron para sacar a Vizcarra de su cargo, muy por debajo del umbral de destitución de 87 votos, lo que es algo bueno. El cambio de régimen durante una hecatombe de salud pública podría haber llevado a la ya atribulada nación mucho más cerca del colapso.
Sin embargo, con esto no se terminan los problemas. Ahora, una de las repúblicas más regicidas de América Latina tiene que lidiar con otra crisis de gobernabilidad además de la amenaza histórica para las vidas y los medios de subsistencia. Cuatro presidentes antes de Vizcarra fueron acusados de cargos de corrupción, incluido uno que huyó al exilio donde está luchando contra su extradición, otro que fue brevemente a la cárcel y otro que se quitó la vida para evitar el arresto.
El propio Vizcarra debe su trabajo a la destitución del hombre al que sirvió como vicepresidente, Pedro Pablo Kuczynski, quien se vio obligado a abandonar el cargo en el 2018 por acusaciones de que su antigua firma de consultoría se habría beneficiado de un corrupto esquema de adquisiciones.
Vizcarra, exgobernador provincial de un partido minoritario y con escasos vínculos con la clase política dirigente del país, aprovechó su condición de indignado outsider y persiguió a la élite política de ética cuestionable reunida en Lima.
Su agenda de integridad y amplias reformas políticas se ganaron a los medios de comunicación y al público cansado de las posturas partidistas y los funcionarios corruptos. Tenía mucho con lo que trabajar: ninguna nación a excepción de Brasil estaba tan involucrada como el Perú en el esquema continental de adjudicación irregular de contratos vinculado al gigante de la ingeniería de Sao Paulo, Odebrecht SA, que admitió haber pagado US$ 29 millones a altos funcionarios peruanos.
No es sorprendente que Vizcarra inicialmente viera un aumento de su popularidad. Flanqueó a la desafiante oposición y el año pasado invocó una drástica cláusula constitucional para disolver el parlamento, despejando el camino para las elecciones legislativas en enero. Confiando en su toque de Midas con los medios de comunicación y su alardeada campaña anticorrupción, desdeñó la política de partidos organizados y evitó respaldar candidatos amistosos o congregar una mayoría de trabajo
Pero su agresiva postura en contra de la política tradicional lo dejó vulnerable a los apetitos partidistas en un Congreso donde cualquier presidente en funciones es un trofeo y todos los escándalos son oportunidades.
La venganza no tardó mucho en llegar. No importa que el pretexto sea débil: los pagos del Gobierno de Vizcarra a un cantante de pop poco conocido llamado Richard Swing para dar charlas motivacionales a empleados públicos. A medida que el Gobierno tropezaba con la pandemia, el nuevo Congreso formado en abril se volvió rápidamente en contra de Vizcarra, acusándolo de “incapacidad moral”.
La capacidad de Vizcarra para vencer a la destitución deja de manifiesto su perdurable índice de aprobación (57%) entre los peruanos, tres cuartos de los cuales el año pasado catalogó al Congreso como la institución más corrupta del país.
No obstante, la victoria puede resultar pírrica y las perspectivas para la gobernabilidad y la democracia peruanas, menos que auspiciosas. Carlos Meléndez, profesor de ciencias políticas en la Universidad Diego Portales en Santiago, Chile, considera que, en una tierra con partidos débiles, Vizcarra hizo del pueblo y de los medios su circunscripción, y lo respaldaron al mantener su visión maniquea del mundo. Eso debilita la democracia, que prospera en el pluralismo y la tolerancia, no en la polarización, agregó.
Vizcarra corre algunos riesgos, incluido el de ser superado por su juego de oposición a la clase política. A juicio de Valladares, la agenda de integridad fue su arma principal para contrarrestar a las facciones opositoras y ahora se ha visto obligado a gastar un valioso capital político para responder a sus propias promesas.
Eso amenaza la viabilidad de su Gobierno. Incluso habiendo sobrevivido al juicio político, su legitimidad se ha visto erosionada. La implicación es que no sabemos si la crisis actual del Perú durará uno o dos años, o se extenderá durante los próximos 10 o 15 años, agregó.
Insistir en la antipolítica en medio de una pandemia aún no contenida mientras la economía languidece, no es una opción. Felipe Hernández, analista de Bloomberg Economics, sostiene que la fuerte contracción del Perú es el resultado de medidas estrictas del gobierno para contener el brote.
A diferencia de Chile, que permitió que algunos sectores económicos siguieran operando, Perú prácticamente cerró su industria minera, lo que profundizó la contracción del mercado incluso cuando se extendió el contagio, explicó.
Para amortiguar el golpe, Vizcarra se comprometió a implementar uno de los mayores paquetes de estímulo fiscal en la región, con un costo cercano a 12% del PBI. Sin embargo, la burocracia sobrecargada ha tenido dificultades para gastar su propio presupuesto de rescate, un síntoma preocupante de mala gestión.
Según Hernández, para que el plan funcione, el gobierno debe trabajar de manera efectiva y eficiente, y el ruido político que hemos visto no ayuda.
Pese a todos los encantos de Vizcarra por no pertenecer a la clase política tradicional, la emergencia del Perú exige liderazgo político y creación de consenso, no un vengador obstinado con una causa y una multitud.
*Mac Margolis es un columnista de Bloomberg Opinion que cubre América Latina y Sudamérica. Fue reportero de Newsweek y es autor de ‘The Last New World: The Conquest of the Amazon Frontier’.