
Escribe: David Tuesta, Presidente del Consejo Privado de Competitividad
Desde la teoría económica y política, los impuestos existen para financiar el contrato social. Los ciudadanos entregan parte de su ingreso al Estado a cambio de bienes públicos, servicios de calidad, seguridad, justicia y oportunidades para progresar. Tributar es, en esencia, un acto de confianza: se contribuye porque se espera que el Estado devuelva valor. Cuando ese intercambio funciona, el sistema fiscal se legitima. Cuando no, se erosiona. Y en el Perú, ese contrato social está claramente tensionado.
El debate fiscal reaparece con fuerza cada cierto tiempo, usualmente cuando las cuentas públicas se deterioran o cuando organismos internacionales alertan sobre la fragilidad de los ingresos del Estado El reciente Public Finance Review del Banco Mundial señala que el Perú tiene una de las presiones tributarias más bajas de América Latina, por debajo del 15% del PBI. Si bien esto es correcto, sería equivocado quedarse solo en ese dato es incompleto. El problema central no es cuánto recauda el Estado, sino qué hace –y qué no logra hacer– con los recursos que ya tiene. Y acá nos quedamos con tres problemáticas.
La primera, es que el gran quiebre del contrato social viene esencialmente por el gasto público. Contra la percepción general, el Perú no es un país que invierta poco. Según el Consejo Privado de Competitividad (CPC) y el propio Banco Mundial, la inversión pública se encuentra en torno el 5% del PBI, una de las más altas de la región. Sin embargo, ese esfuerzo no se traduce en cierre de brechas ni en mejoras visibles en infraestructura o servicios. Casi la mitad de los proyectos de inversión pública iniciados desde el 2012 están paralizados o abandonados, con un valor equivalente a más de 17% del PBI. Es una constante ver los informes que detallan obras inconclusas, retrasos crónicos, expedientes técnicos deficientes y una fragmentación extrema de proyectos, especialmente a nivel regional y local. Desde un enfoque económico, esto implica una baja productividad del gasto público. Se gasta, pero no se construye capital público útil. Se ejecuta presupuesto, pero no se cierran las brechas sociales.
La segunda problemática está en la forma cómo se destina el presupuesto. El gasto público peruano es altamente rígido y crecientemente “salarizado”. Más de la mitad del gasto no financiero se destina a planillas, pensiones y otros compromisos permanentes. Entre el 2015 y 2024, la masa salarial del sector público creció más de 40% en términos reales, muy por encima del sector privado. Sin embargo, ese aumento no ha venido acompañado de meritocracia, evaluación por desempeño ni mejoras claras en la calidad de los servicios públicos. Y ni que decir de los problemas de corrupción que se estima tiene un costo para la sociedad cercano a los tres puntos del PBI. Cada sol que se pierde en corrupción es un sol menos en aulas, hospitales, comisarías o infraestructura funcional.
Las consecuencias están a la vista y el ciudadano las siente. En educación, mayores presupuestos no se reflejan en mejores aprendizajes. En salud, el aumento del gasto convive con colas, baja productividad y servicios precarios. En seguridad ciudadana, el avance de la criminalidad evidencia la incapacidad del Estado para garantizar lo más básico. Frente a este panorama, la pregunta ciudadana no es ideológica ni fiscalista: es profundamente práctica. ¿Para qué contribuir más si los problemas esenciales siguen sin resolverse?
Este escenario se vuelve aún más delicado en un contexto de fragilidad fiscal en el que el populismo del Congreso, apañado por un Ejecutivo débil, puede llevar a que la deuda pública pase del actual 34% del PBI al 70% en 10 años, de acuerdo con los estimados del Consejo Fiscal. Si se requiere ajustar las cuentas para mantener nuestra prudencia fiscal; este pilar que nos ha servido para granjearnos la confianza de los mercados; ¿cómo hacerlo?
Aquí está el núcleo del problema: sin crecimiento, no hay sostenibilidad fiscal. La evidencia internacional es contundente. Los países que logran financiar mejor al Estado no lo hacen empezando por subir impuestos, sino ampliando su PBI potencial. Crecer más significa una base tributaria más amplia, menos informalidad y mayor recaudación sin necesidad de subir tasas. Y en paralelo, se requiere realizar un trabajo profundo en alcanzar eficiencia en el gasto. Una tarea que implica eliminar la actual grasa y hacer que el mismo sea efectivo en cerrar las brechas sociales. Y más bien, tener muy claro que intentar cuadrar las cuentas en una economía estancada, con baja productividad y un Estado ineficiente, es una estrategia condenada al fracaso.
Por eso, el debate de fondo debería ser otro. Cómo destrabar la inversión pública y privada, cómo cerrar proyectos, cómo introducir meritocracia real en el empleo público, cómo combatir la corrupción y cómo cortar la “grasa” del gasto ineficiente. El reto es enorme porque el presupuesto es rígido y políticamente difícil de reformar. Pero sin enfrentar ese problema, cualquier discusión tributaria será estéril.
Así, la pregunta “¿y para qué tributar más?” no es una consigna contra los impuestos. Es un llamado a reparar el contrato social. Sin crecimiento, sin eficiencia y sin resultados visibles, no hay legitimidad fiscal posible. Y sin legitimidad, ningún sistema tributario puede sostenerse en el tiempo.







