A mediados de junio, la divisa brasileña (el real), registraba una depreciación anualizada frente al dólar de 17%, el peor desempeño de una moneda importante en dicho periodo. La bolsa de São Paulo de Brasil perdió 8% de su valor mientras que otros mercados emergentes estaban en rally.
Los motivos de ese desplome no son difíciles de adivinar: los inversionistas dudan del compromiso del presidente izquierdista, Luiz Inácio Lula da Silva, con las políticas fiscal y monetaria responsables, y desconfían de su renovado flirteo con un sector público de gran tamaño.
Las inquietudes parecen haber sido tomadas en cuenta, al menos parcialmente. Este mes, tanto Lula como su políticamente influyente esposa, Rosângela “Janja” da Silva, respaldaron al ministro de Hacienda, Fernando Haddad, y sus esfuerzos por reducir el déficit fiscal.
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Los mercados han respondido: el real ha ganado 5% respecto de su nivel mínimo a inicios de mes y la bolsa también ha subido. Pero las señales que emite el Gobierno son mixtas. Está gastando profusamente y, con frecuencia, Lula parece renuente a moderar los desembolsos. También se ha inmiscuido en empresas controladas por el Estado.
Habitualmente, Lula critica al presidente del Banco Central de Brasil, Roberto Campos Neto -desde el 2021, la entidad es formalmente autónoma-. El periodo en el cargo de Campos termina este año, junto con los de dos de los otros ocho miembros del directorio.
El Gobierno podrá nombrar a sus reemplazos, aunque su aprobación correrá por cuenta del Senado. Eso significa que seis de los nueve directores del banco central habrán sido designados por Lula.
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El mayor problema
La preocupación apremiante es fiscal. Luego de dos años de superávits primarios -antes del pago de intereses-, el Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que Brasil tuvo un déficit primario de 2% del PBI el 2023, que fue el primer año del segundo mandato de Lula (fue presidente entre el 2003 y el 2011).
El organismo proyecta que dicho indicador se reducirá a 0.7% del PBI este año. El problema es que, debido a que la política fiscal ha sido laxa, a fin de controlar la inflación, la política monetaria tiene que ser estricta.
Como consecuencia, el déficit fiscal total -que incluye pago de intereses- aumentó a 9.4% del PBI en el periodo anual terminado en junio, frente a 5.8% del PBI en el mismo periodo de 2022-2023, según Goldman Sachs.
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Esto está elevando la deuda pública, que ha aumentado de 60% del PBI el 2011, a 85% del PBI actualmente, y podría alcanzar 95% del PBI para el 2029, de acuerdo con cálculos del FMI.
Parte del incremento del déficit fiscal el 2023 puede atribuirse al antecesor de Lula, el populista de extrema derecha Jair Bolsonaro. En su mandato, el Congreso obtuvo más poder para determinar gasto público, así que repartió subsidios a intereses particulares y dinero federal para campañas electorales.
En su intento por ser reelegido, el 2022, Bolsonaro eliminó impuestos a los combustibles y elevó el gasto social. También pospuso los “precatórios”, que son pagos dictaminados por jueces por disputas sobre impuestos o pensiones de jubilación. Desde fines del 2023, el Gobierno ha pagado precatórios por casi US$ 16,000 millones (0.8% del PBI).
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Lula también es responsable
Pero la mayor parte del aumento del déficit fiscal no es heredada. En lo que va del año, el gasto público ha subido 13% en términos reales, antes del pago de intereses, respecto del mismo periodo del 2023. Lula ha expandido aún más las transferencias a la población pobre.
Además, subió el salario mínimo -al que están vinculadas muchas pensiones y beneficios sociales- por encima de la inflación. El gasto en seguridad social ha crecido 10%, motivado por un sospechoso aumento en el número de beneficiarios por discapacidad.
El Gobierno ha modificado las reglas que vinculan el gasto en educación y salud. Antes estaba en función de la inflación, pero ahora depende del crecimiento de los ingresos federales. Ese cambio ha elevado el gasto en salud en US$ 9,000 millones los últimos doce meses, según Marcos Mendes, de la universidad brasileña Insper.
Las catastróficas inundaciones en el sur del país también presionaron al alza los desembolsos. Lula ha anunciado nuevas políticas industriales que costarían US$ 234,000 millones (10% del PBI). Y nombró a un aliado al frente de Petrobrás, la petrolera estatal, suscitando temores de un retorno a los malos manejos.
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Temores justificados
A fin de estabilizar la deuda, Haddad fijó una nueva regla fiscal el año pasado que limita el crecimiento del gasto público a 2.5% anual en términos reales (antes del pago de intereses). El ministro prometió eliminar el déficit primario este año y generar superávits primarios de 0.5% del PBI el 2025 y 1% del PBI el 2026.
Pero en abril, cuando resultó evidente que el gasto estaba sobrepasando el aumento de los ingresos públicos, Haddad solicitó al Congreso relajar las metas. A los inversionistas les preocupa que el Gobierno no sea serio en torno al equilibrio fiscal.
Esos temores han sido amplificados por las críticas de Lula al banco central. El mes pasado, su partido inició un proceso judicial contra Campos, cuyo objetivo es prohibirle que haga declaraciones políticas.
La demanda fue interpuesta luego que Campos cenó con Tarcísio de Freitas, el gobernador conservador del estado de São Paulo y potencial rival de Lula en la próxima elección presidencial. Supuestamente, en dicha cena Freitas le ofreció a Campos el Ministerio de Hacienda en caso de convertirse en presidente (el gobernador lo niega).
Esta presión adicional dificulta que el banco central reduzca su tasa de interés, actualmente en 10.5% anual, pese a la disminución de la inflación (anualizada en alrededor de 4%). En términos reales, se trata de una de las tasas de interés de referencia más altas del mundo.
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Por su parte, los defensores de Haddad señalan que está haciendo todo lo posible para mantener en orden las cuentas públicas, a pesar de la hostilidad de su propio partido. Pero hasta ahora, lo ha hecho elevando los ingresos fiscales, que han crecido 10% en términos reales en lo que va del año.
Por ejemplo, ha aplicado impuestos a fondos de inversión offshore, elevado aranceles a vehículos importados y reinstalado los impuestos a los combustibles. El 3 de julio, se reunió con Lula y, aparentemente, lo convenció de dejar de hostigar a Campos.
Haddad ha dicho que analizará con lupa los pagos de seguridad social, lo cual generaría ahorros por US$ 4,500 millones el 2025. A fin de mantener la atenuada regla fiscal, esos ahorros deberán sumar al menos US$ 4,140 millones, sostiene Marcos Mendes.
El ministro ha planteado la idea de vincular a la inflación el gasto en educación y en pensiones, pero Lula lo ha descartado. “Lo que es importante es que la economía está creciendo, el empleo está creciendo, los salarios están creciendo”, declaró la semana pasada.
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¿Mejorará la situación?
El riesgo no es una inminente crisis financiera. El banco central tiene reservas por US$ 360,000 millones, de modo que es resiliente ante shocks globales. Casi toda la deuda pública está en moneda nacional.
Asimismo, las reformas laboral, pensionaria y tributaria aprobadas durante los últimos siete años están proporcionando algo de impulso al crecimiento, que aunque modesto, ha superado los pronósticos. Para mejor o para peor, los brasileños son maestros en políticas fiscales arriesgadas.
Sin embargo, no hay lugar para la complacencia. La población del país está envejeciendo y el gasto en pensiones, que ya absorbe 44% del gasto federal, seguirá aumentando. La productividad se ha estancado, la educación es deficiente y la infraestructura, deplorable.
Tanto Lula como el Congreso parecen seguir apegados a la noción de que las altas cotizaciones de los commodities, el crédito barato de bancos estatales y subsidios a determinados negocios reactivarán Brasil. Pero existe poca evidencia que indique de que así será.
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Traducido para Gestión por: Antonio Yonz Martínez
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