Alonso Bedoya, asociado del Estudio Muñiz
Los mecanismos tradicionales de resolución de disputas, ya sea vía judicial o arbitral, van encontrando nuevos retos con la globalización y la revolución tecnológica. Vemos, por ejemplo, que las transacciones trasfronterizas son tan frecuentes como las domésticas, y que estas pueden ir desde complejas operaciones de millones de dólares hasta transacciones simples a través de compras en línea (eBay, Amazon, Paypal, etc).
En el caso de estas últimas, lógicamente es más eficiente que un comprador en Perú apele al servicio de atención al cliente y resolución de disputas de Amazon sobre algún inconveniente en la compra de un bien que adquirió de un vendedor en Taiwán, a que se someta al Poder Judicial o a un arbitraje internacional por una transacción de US$ 200.
Bajo esa premisa, observamos que el sistema legal que nos ha venido rigiendo desde hace cientos, o incluso miles de años, va quedando obsoleto y va enfrentando una serie de limitaciones y adversidades. Es aquí donde los smart contracts (contratos inteligentes) comienzan a jugar un rol revolucionario e innovador.
Por smart contract debe entenderse un nuevo mecanismo para ejecutar promesas o compromisos, mediante los cuales se nos va permitir realizar transacciones sin ningún riesgo con otros usuarios de cualquier parte del globo dentro de una blockchain (“cadena de bloques”). Es decir, hay un algoritmo que funciona como: “Si esto sucede, ejecuta esto”.
El hecho de que todos los sistemas legales del mundo estén primordialmente determinados en base a una cierta ubicación geográfica (y si usamos como ejemplo al Perú, a esto se suma el factor agravante de que impera un frágil sistema legal que no ofrece muchas garantías) hace que el sistema de smart contracts sea óptimo, puesto que en teoría solo bastaría con tener acceso a internet para beneficiarse de él.
Podría decirse que los smart contracts se basan en el mismo principio de las máquinas expendedoras; sin embargo, en lugar de utilizar implementos físicos, los contratos inteligentes son, literalmente, un código que se ejecuta en una cadena de bloques, una especie de libro de contabilidad abierto y distribuido que se ejecuta en las computadoras de miles de usuarios, y que no tiene autoridad central.
Contrariamente a su nombre, los contratos inteligentes no tienen nada que ver con la inteligencia artificial. El término “inteligente” se refiere a la calidad de autocumplimiento. Los contratos inteligentes son inmutables, lo que significa que el código, por defecto, no se puede cambiar para otros fines que los del acuerdo inicial. Por lo tanto, es imposible romper una promesa si no estás autorizado a hacerlo.
Un contrato inteligente puede ser tan simple como una transferencia de dinero de una cuenta a otra a plazos diferidos, o pueden versar sobre operaciones mucho más complejas como fusiones y adquisiciones o bienes raíces. La gran limitación que aún pesa sobre este tipo de contratos es que solo se limitan a transferir activos digitales que están definidos como tales en la blockchain. Por ejemplo, la cryptocurrency (criptomonedas).
Otra limitación es que los contratos inteligentes no pueden acceder a información externa, a menos que estos datos se inscriban en la cadena de bloques. Por ejemplo, un contrato inteligente por si solo no tiene acceso a datos meteorológicos o índices bursátiles. Para condicionar un contrato a la temperatura, por ejemplo, debe haber un tercero que tome los datos de una fuente meteorológica y los escriba en la cadena de bloques en una forma que sea accesible para otros usuarios.
Sin duda aún hay muchos retos y limitaciones que los smart contracts deberán afrontar en los años que vienen, pero debemos tener en cuenta que este mecanismo no debe entenderse como contratos legales per se, toda vez que no necesitarían de un juez o árbitro para ejecutarse, y sin duda alguna no siempre serán la mejor opción para reemplazar los contratos legales existentes, pero ciertamente otorgan nuevas posibilidades.