Economista
Dicen que para un martillo todos son clavos, y a mí, con tres adolescentes en casa, la idea que se me viene a la cabeza cada vez que intento darle sentido a lo que está pasando en nuestro país es la de Luis Alberto Sánchez: que el Perú es un país adolescente.
Con esto no estoy pretendiendo minimizar la seriedad de las protestas o descalificar los reclamos de quienes (con razón o sin ella) se sienten excluidos de los beneficios de la democracia y el libre mercado. Al contrario. Como señala un reciente comunicado de la Universidad del Pacífico, las demandas de la población merecen ser atendidas en la medida que evidencien genuinas necesidades de sectores desfavorecidos. A lo que me refiero es a la manera inconsecuente, cortoplacista y violenta con la que algunos compatriotas pretenden imponer su visión de las cosas.
El ejemplo más ilustrativo es la maniatada frase “este Congreso no me representa”. ¿Quién es “me” en este caso? ¿Tú o el Perú? Porque si bien aquello que detestamos del Congreso es que esté lleno de congresistas irresponsables y conchudos que no son capaces de ver más allá de su conveniencia, ellos no llegaron de Marte. Nos guste o no, fueron elegidos por el pueblo peruano y, por lo tanto, lo representan. Y disculpa, hermano, que te lo diga, pero no hay nada más irresponsable y conchudo que decir que quienes elegimos para ser nuestros representantes no te representan.
Una característica típica de la adolescencia es la dificultad para entender qué tiene que ocurrir para que se cumplan sus deseos. Lo de la nueva Constitución es algo similar. Es un disparate por muchas razones, pero sobre todo porque la incapacidad del Estado peruano para solucionar problemas no tiene que ver con la forma como está estructurado (lo que podría cambiar una nueva Constitución), sino con su ineptitud para gestionar cualquier cosa (lo cual, por cierto, es un reflejo de cómo somos los peruanos). Pretender arreglar eso con una nueva Constitución es tan absurdo como pretender que el Congreso legisle sobre la ley de la gravedad. Una solución que no solucionaría nada, pero lo empeoraría todo al aumentar el tamaño del Estado mientras desalienta la inversión privada, y con ello, la generación de recursos públicos para financiar la salud, la educación, la seguridad, etc. (precisamente lo que quieren los manifestantes).
Los adolescentes no ponderan bien las consecuencias de sus actos. Los violentistas, tampoco. Es que no hay manera más fácil de deslegitimar pedidos razonables o pintar al Estado como abusivo (es decir, de impedir la solución de cualquier problema) que enumerar los excesos (terribles, por cierto) cometidos por el otro. Esa es una de las razones por la que estamos aquí, sin solucionar nada, pero contando muertos y recriminándonos unos a otros.
Lo bueno de la adolescencia es que un día acaba. Pero ya han pasado más de 200 años desde la independencia del Perú y nada. Difícil creer que pronto maduraremos.
Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor.