Periodista
Desde el Ejecutivo se escuchan recurrentemente dos afirmaciones: i) que el Gobierno está unido y sólido, ii) y que la presidenta no va a renunciar.
No sabemos si la repetición de estas frases tiene por objeto solo que la población lo sepa, o si lo que se busca es tratar de comprometer públicamente o convencer a quienes forman parte del Gobierno de que no se vayan.
Lo cierto es que, en estos cincuenta días del gobierno de Dina Boluarte, las renuncias de ministros y/o funcionarios se han producido casi semanalmente, sin mucho aspaviento, pero con regularidad, y casi todas con críticas –unas más fuertes que otras– al manejo de la situación por parte de la presidenta y del premier.
La última de estas se ha producido ayer, cuando el jefe del Gabinete Técnico de la Presidencia presentó su renuncia diciéndole a Boluarte, con el debido respeto, que escuche a la gente.
Respecto a la renuncia de la presidenta, se ha hablado mucho de que ella quiere dejar el cargo, pero que la presión del primer ministro y de algunos otros colaboradores del gabinete no lo han permitido. Solo ellos saben la verdad. Lo objetivo es que ella sigue al frente del Gobierno y que, en reiteradas ocasiones, tiene que salir a negar su alejamiento.
Otra cosa, que también parece objetiva, es que el peso del primer ministro en el Gobierno es mucho más fuerte que el de Boluarte. Por lo menos es lo que públicamente se proyecta. Parece que el premier es la fuente de la fortaleza interna de la jefa de Estado, pero hay que admitir que, a la vez, políticamente, representa una buena parte de su debilidad ante los sectores críticos al Gobierno, tanto en el nivel nacional como en el internacional.
Por otra parte, no han pasado desapercibidas las diferencias públicas que ambos han tenido. Tienen diferentes opiniones sobre la importancia de un referéndum para una Asamblea Constituyente: ella piensa que sí es necesario y él cree que no; y piensan distinto sobre la fecha para la realización de elecciones generales, mientras ella quiere que sean en octubre 2023, él apoyó públicamente la posición del Congreso de que sean en abril del 2024.
Toda esta situación, sumada a la equivocada percepción de que todo está “bajo control” y a la poca influencia que el Ejecutivo tiene en el Congreso de la República, nos muestra la poca solidez y la inestabilidad en la que se mueve el Gobierno. Y quizá por eso se multiplican los rumores sobre renuncias.
Lo cierto es que si la situación en las calles llega a ser controlada en la realidad, y se concreta el adelanto de elecciones que puede calmar los ánimos, el gobierno de Dina Boluarte tendrá que tomar un nuevo impulso, y tendrá que cambiar su estrategia, si la tiene.
Es en ese momento en que Dina Boluarte tendrá que evaluar cuánto de valor le agregará en adelante, y en un ambiente diferente, la presencia del actual primer ministro y de otros miembros del gabinete que acompañan y apoyan la postura del premier, que causa distancia en otros sectores dentro del mismo Gobierno.
Pero si las cosas no llegan a calmarse, y/o el adelanto de elecciones no se concreta o no se aprueba tal como ha planteado la presidenta en los proyectos de ley enviados al Congreso, la jefa de Estado estará frente a una encrucijada.
El domingo pasado ella dio un ultimátum. Y puso un plazo. El plazo ya se excedió, pero el ultimátum sigue vigente. ¿Qué hará ella si le rechazan sus proyectos de ley?, ¿cuál será su postura si el Congreso la desaira?
A este Congreso parece importarle poco la autoridad y la credibilidad del Ejecutivo. Y seguro le va a importar poco las consecuencias que puedan llegar para la presidencia de la República. Ellos están haciendo su juego, una “negociación” que parece tener en cuenta solo las variables referidas a la conveniencia de los congresistas.
Eso de buscar salidas, como la de elecciones complementarias, y condenarnos a los peruanos a una incertidumbre sin fin, con tres campañas electorales, tres presidentes, y tres congresos en seis años, es de un egoísmo sin límite. Y todo para posibilitar su reelección.
Lo mismo ocurre, o va a ocurrir, con las llamadas reformas. Estas van a ser elegidas y aprobadas –si llegan a aprobarse– de acuerdo a la conveniencia de los actuales congresistas, o a la necesidad de cerrar el paso a quienes ellos consideren que constituyen un riesgo para sus intereses.
La miopía o irresponsabilidad del Congreso dilata una crisis innecesaria, y pone al Ejecutivo, o mejor dicho, a la presidenta, en un disparadero. Si no actúa con liderazgo y autoridad, es corresponsable. Si actúa, tendrá que hacerlo llevando las cosas al extremo.
Ya sabemos que quizás el adelanto de elecciones no sea suficiente para calmar los ánimos, pero ayuda. Y sobre todo evita que otros sectores se sumen a la protesta, cansados de que la actitud de los “poderes” del Estado sea tan desfasada de la realidad.
Si no hay solución pronta, el grito de la población no va a ser contra los violentistas, será contra los que pasan a convertirse, por propia voluntad, en la piedra en el zapato.
Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor.