Editorial de Gestión. El frustrado golpe de Estado del ahora expresidente Castillo pone fin a una gestión incapaz e inmoral. Toca reconstruir la democracia. (Foto: GEC)
Editorial de Gestión. El frustrado golpe de Estado del ahora expresidente Castillo pone fin a una gestión incapaz e inmoral. Toca reconstruir la democracia. (Foto: GEC)

Apenas un año y cuatro meses después de asumir el poder tras una elección particularmente reñida y polarizada, Pedro Castillo ha dejado hoy de ser el presidente constitucional del Perú. Este abrupto final –inesperado solo para quienes no venían prestando atención a la crisis– ha sido el desenlace de una última decisión difícil de comprender: poco antes del mediodía de hoy, Castillo anunció “la disolución del Congreso de la República” y el establecimiento de un “Gobierno de excepción”. Ello, se presume, por temor a que el Congreso fuese a aprobar también hoy la declaratoria de su vacancia por incapacidad moral permanente, aunque no estaba claro que se tuvieran los votos para que ello ocurra.

Lo más insólito de esta decisión, sin embargo, no fue ni siquiera la completa ausencia de un intento por justificarla constitucionalmente (si bien la disolución decretada por Martín Vizcarra en el 2019 fue controversial, al menos aquella vez se alegó tener base en el artículo 134 de la Constitución, que permite disolver el Congreso si se ha censurado o negado la confianza a dos Consejos de Ministros). Además de no existir justificación legal alguna, no hubo tampoco algún plan sobre cómo se pretendía ejecutar el golpe de Estado.

El nivel de improvisación –al cual este gobierno nos tuvo acostumbrados desde su inicio– fue de tal magnitud que, apenas Castillo se dio cuenta de que la disolución no operaría por arte de magia sin respaldo político, el expresidente habría intentado huir a alguna embajada aliada en su auto. Pero, en un giro casi poético, sus intenciones fueron frustradas por el tráfico limeño: el Congreso logró aprobar a tiempo la declaratoria de vacancia y Castillo fue detenido en su auto por su propia seguridad.

Es lamentable y vergonzoso que un gobierno que siempre alegó representar los intereses “del pueblo” haya terminado así, sin un solo resultado positivo relevante que mostrar durante toda su gestión. Un gobierno que nos sumergió en la improvisación permanente por casi dos año. Pero si algo puede rescatarse de lo ocurrido hoy es que la democracia peruana ha demostrado una vez más ser más sólida de lo que muchos estimaban. El vital rol que jugaron en frenar el golpe las fuerzas del orden, la oposición, la ciudadanía y el resto de instituciones que se pronunciaron rápidamente en contra de lo ocurrido, dan cuenta de una democracia que, si bies sigue siendo débil, hoy tiene armas para defenderse.

El final de Castillo, sin embargo, no implica el final también de los problemas estructurales que causaron esta crisis (que empezó antes de la elección del 2021). La prioridad ahora debe ser recuperar la estabilidad en el 2023 y, con ello, la senda de crecimiento económico. Por lo mismo, harían bien la nueva presidente y la oposición en considerar seriamente la posibilidad de adelantar las elecciones generales, ya que ello podría asegurar un panorama que sea al menos más estable que mantener un gobierno débil hasta el 2026