Director Periodístico
No existe ningún momento constituyente, aunque —no dejaré de insistir— la izquierda nos va ganando la batalla al hacerle creer a la población que sí. Cada día de protestas dibuja el sueño de quienes creen en la necesidad de un Estado empresario, en contra de las evidencias de la historia, que demuestran la pérdida irracional de recursos y el efecto contraproducente en los mercados que genera. En ningún proceso de reforma será admisible volver al pasado. Y toca defender, por el bien del país— el rol subsidiario del Estado, que establece un marco de excepción para su intervención en las actividades económicas.
¿Y cuándo aplica la excepción? “Solo en caso de que la actividad privada no estuviera presente o que el mercado no pudiera satisfacer necesidades esenciales, puede autorizársele al Estado mediante ley a intervenir directamente como empresario”, han escrito los respetables constitucionalistas Baldo Kresalja y César Ochoa. ¿Y quién autoriza la excepción? El Congreso, solo “por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional”, como dice nuestra vilipendiada Constitución.
Acabar con este esquema supone riesgos que van de la negligencia a la ruina. Empieza con la distracción de las prioridades del Estado —brindar servicios esenciales, como salud, educación y seguridad social— y termina con el despilfarro de recursos que, naturalmente, son finitos. La creación de empresas estatales es alentada por el populismo —que se aprovecha de la ignorancia que habita en las buenas intenciones— e instala fácilmente una competencia desleal corrosiva, con empresas estatales que pueden darse el lujo de ser ineficientes, porque no tienen riesgo de quiebra cuando su espalda financiera es el país.
La realidad evidencia que es una mala idea cada semana. La última nos arrojó un dato de colección: “Más del 87% de funcionarios no está apto para manejar inversión pública”, como titulamos el viernes. Ocurre en los tres niveles de gobierno y la baja inversión pública es, en parte, consecuencia de ello. ¿Es a ese Estado al que queremos darle una responsabilidad empresarial? Por otro lado, la millonaria Refinería de Talara inició sus actividades. El proyecto no solo costó cuatro veces más de lo previsto, sino que podrá refinar 95,000 barriles de petróleo al día en un país que —como hemos señalado— “a duras penas puede producir 40,000″ (35,422 en enero, según Perupetro, lo que muestra una caída) y en un sector en el que no hay condiciones ni ánimo de inversión.
El Estado no tiene por qué tener un rol protagónico en la actividad empresarial, sino uno de garante de los servicios, y para ello está su función reguladora. No hay estrategia país que aguante la apuesta por una inversión que el Estado no tiene por qué asumir, y que abre chances a copamientos con personal no calificado (¿Aló, Pedro Castillo?) y la apuesta por inversiones populares, pero no rentables y con poco sustento técnico (Sí, ¿con Petroperú, por favor?). La base de nuestra economía de mercado —de innegables beneficios— se resume en una frase de Kresalja y Ochoa: “Si la libertad de empresa es la regla, la intervención del Estado es la excepción”. Que así sea