Escribe: Carlos Anderson, congresista de la República.
Permítanme compartir un sueño personal. Un sueño que tuve en junio del 2020 en los días previos a mi cumpleaños, encerrado como estaba —por causa de la pandemia del covid-19, en esos momentos en su etapa más mortal— entre las cuatro paredes de mi departamento, con la sola compañía de mi hijo perruno, Perseus.
En mi sueño, celebraba no mi cumpleaños número 60 sino mi nonagésima vuelta al sol: 90 años. Y lo hacía rodeado en una mesa inmensa no solo de mis tres hijas, sino también de mis nietos y bisnietos, que aunque repartidos en distintas partes del mundo, estaban presentes gracias a una avanzada tecnología de hologramas 3-D de última generación, disponible en todas partes del Perú. Acabada la cena, me dirigí a la puerta del edificio donde vivía: allí me esperaba un auto sin conductor para llevarme al terminal de trenes súper rápido de Lima Centro con destino al Centro de Esparcimiento para Pensionistas localizado en el hermosísimo balneario de Tumbes.
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Tres horas más tarde, y luego de los protocolos regulares de salud preventiva, me encontré con mis amigos de siempre, todos pensionistas, quienes —a pesar de sus años— se encontraban en su mayoría en gran estado de salud, para seguir celebrando, no solo mis 90 años, sino el haber sido testigos de un Perú que en apenas 30 años había logrado convertirse en el alumno ejemplar de los originales Tigres Asiáticos, y alcanzado el tan ansiado estatus de “país de altos ingresos”.En medio de la celebración desperté y comprendí que había sido todo un sueño, una utopía, que soñar un Perú con tal nivel desarrollo tecnológico, de infraestructura de transporte, de servicio personalizado de salud y esparcimiento a un pensionista resultaba más que ridículo.
Pero entonces recordé las Tres leyes de la prospectiva de Michel Godet, pero, sobre todo, recordé lo que los prospectivistas o futurólogos llamamos la “ley de la improbabilidad” o “la regla del escenario improbable”. Esta idea sugiere que, en la prospectiva y la predicción del futuro, los escenarios que parecen más ridículos o improbables pueden tener una mayor probabilidad de ocurrir.
Por ejemplo, la idea de que un hombre podría caminar en la Luna, o la idea de que una potencia mundial como la Unión Soviética pudiera desaparecer en apenas un par de años o que la tecnología de Internet o de la telefonía móvil revolucionarían la forma en que vivimos y trabajamos. Todas ideas ridículas cuando recién fueron imaginadas, pero que el tiempo se ha encargado de convertir en realidades inapelables.
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Por suerte mi sueño de cumpleaños en tiempos de pandemia no fue el de vivir en un Perú consumido por la desesperación y la violencia, por la desintegración institucional, por la ausencia de derechos y la prevalencia del autoritarismo, por la emigración masiva ante el fracaso de la economía para proporcionar empleos dignos y bienestar a las mayorías y, por ende, por la sangría de talentos y esperanzas. Es decir, por suerte no había tenido un sueño distópico, un Perú convertido en Venezuela, aunque reconozco que de seguir por el camino de los últimos diez años, este “escenario” cada vez se hace menos improbable.Por eso la importancia de recordar lo que nos dice Godet: que el futuro —por suerte— no es necesariamente una continuación lineal del pasado, aunque puede serlo; que el futuro se construye a partir de las decisiones y acciones de hoy; y que el futuro no es un punto fijo e inalterable en el tiempo: que más bien podemos y debemos influir en él.
Para ello, un requisito indispensable es tener una visión clara del futuro que queremos, con objetivos y metas bien definidos para poder así construir una sociedad más justa, equitativa y próspera para todos.
Imagino que el Perú que todos queremos se parece al de mi sueño en pandemia. Sueño que un reciente estudio del Banco Mundial publicado en septiembre pasado (“Long-Term Growth Prospects in Peru: Leveraging the Global Green Transition and the ReformsNeeded to Become a High-Income Country”) pareciera darle sustentos bastante sólidos, por cuanto señala que si aprovechamos el entorno económico internacional y realizamos las reformas que necesitamos para retornar a una senda de crecimiento rápido y sostenible, podríamos alcanzar el estatus de “país de altos ingresos” en 2045, y si nos esmeramos, en 2042. Es decir, en veinte años o menos.
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En cuanto al sueño distópico —Peruzuela— en nuestras manos está evitar que algún día tengamos que lamentar semejante tragedia.
A días de culminar este 2024, hagamos votos porque la construcción de un futuro próspero sea la promesa y el compromiso de todos los peruanos. El Perú puede y debe convertirse en el gran Tigre Latinoamericano. Amén.
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