Hacer Perú
En los últimos cinco años, las mutuas amenazas de vacancia presidencial y disolución congresal han llevado a la paralización del gobierno, en el mejor de casos, y a la componenda y arreglos bajo la mesa, en el peor. El reciente downgrade de la calificación soberana por parte de S&P, como lo hicieron en su momento Moody’s y Fitch, da cuenta de cómo la inestabilidad se ha vuelto moneda corriente en el país y está lentamente socavando nuestra economía.
Mientras la descomposición política viene de años atrás, hay otra crisis que es más reciente pero no por eso menos preocupante: La crisis de la gestión pública. Los últimos meses han sido testigos de un deterioro en la capacidad del Estado en múltiples áreas, desde la administración de empresas públicas hasta las largas esperas reportadas para la renovación de pasaportes. La falta de planificación, la alta rotación en los cargos de mayor responsabilidad y los nombramientos cuestionables son las principales causas inmediatas.
La raíz de la crisis, sin embargo, es el patrimonialismo que impera en el actual gobierno. El Estado existe para priorizar el interés general mediante decisiones impersonales; el patrimonialismo, en contraste, involucra gobernar sin diferenciar lo público de lo privado, priorizando las relaciones cercanas y el pago de favores. El resultado es que el Estado se convierte en un botín por aprovechar antes que un aparato por liderar.
Evidentemente, la corrupción en el Perú no empezó con el presidente Castillo y varias áreas del Estado peruano ya eran bastante precarias antes de su llegada al poder. Los escándalos de corrupción han sido dolorosamente recurrentes por décadas y el Estado peruano lleva años fallando en algunas de sus funciones más importantes, como es el caso de la seguridad o –como lo hemos constatado con dolor en la pandemia– la salud pública.
No obstante, lo que viene sucediendo bajo la actual administración es la erosión de lo poco que se tenía en materia de administración pública. La intención de transferir la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir) al Ministerio de Trabajo lo pone de manifiesto. Al confundir una entidad técnica cuyo objetivo se centra en mejorar los servicios al ciudadano con un ministerio que regula las relaciones laborales y promueve el empleo, el Gobierno demuestra que no existe interés por construir capacidades en el Estado sino todo lo contrario.
Otro ejemplo de la degradación de la administración pública es la pérdida del grado de inversión de Petroperú según S&P (y otro recorte de calificación por parte de Fitch). No solo se trata de una entidad estatal emblemática (para bien o para mal), sino también de una de las empresas más grandes del país. Las investigaciones por malos manejos y la ausencia de una auditoría independiente generan cuestionamientos que no terminan con la salida del gerente general. Cabe recordar, además, que la calificación de Petroperú se encuentra todavía en revisión para potenciales rebajas adicionales, mientras que sus bonos han perdido alrededor de 20% de valor en lo que va del año – ambas señales de que el perfil de la empresa puede deteriorarse aún más.
La crisis de la gestión pública debería alarmarnos a todos, pero especialmente a aquellos que promueven un rol más protagónico para el Estado. En vez del ‘cuoteo’, la improvisación y la falta de transparencia que han dominado la agenda desde el pasado 28 de julio, los peruanos se merecen un liderazgo transparente y centrado en lo público. Más allá del eterno debate sobre el tamaño del Estado, lo que necesita el Perú es un Estado más capaz. El Gobierno lo está empujando en la dirección opuesta.