Las Torres, 20 años después. (Foto: Reuters)
Las Torres, 20 años después. (Foto: Reuters)

Alejandro Deustua

A dos décadas del peor ataque extranjero sufrido por Estados Unidos en territorio continental desde las guerras de independencia debemos celebrar la extraordinaria capacidad de recuperación de la gran potencia, recordar a los 2996 fallecidos en Nueva York y Washington DC a manos de la barbarie terrorista de Al Qaeda, honrar la solidaridad activa de los aliados y socios norteamericanos y evaluar, en la medida de lo posible, lo actuado al respecto en 20 años. Al fin y al cabo el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono tuvo un enorme impacto global.

Pero el cuadro es mayor. En ese par de décadas Estados Unidos se ha comprometido en dos grandes guerras regionales que han resultado en pérdida hegemónica para la primera potencia; en una Gran Recesión global iniciada por una crisis hipotecaria y luego financiera de gran escala, con origen neoyorquino, que puso en cuestión la racionalidad del aún dominante sistema financiero de ese país; y en una gran pandemia global que, originada en China, ha causado más muertes en el mundo que la guerra contra el terrorismo global mientras una enorme parte de la población norteamericana se niega a vacunarse.

El mundo y el sistema internacional, en consecuencia, han debido de sufragar enormes pasivos humanos, materiales y económicos en estos cuatro lustros que no lo alejan de la solidaridad con la primera potencia cuando se conmemora un aniversario especial del salvaje acto que les dio inicio.

Producida la bárbara agresión que hoy se recuerda, el Consejo de Seguridad de la ONU expresó su disposición a tomar todas las medidas necesarias para responder a esos ataques y para combatir el terrorismo en todas sus formas (Res. 1368).

En América, la OEA destacó que los ataques terroristas contra Estados Unidos se realizaron contra todos los Estados americanos y, por tanto, en el marco del TIAR, se activó el principio de solidaridad continental: todos los Estados miembros deberían brindar asistencia efectiva para enfrentar los ataques y su amenaza contra cualquier Estado americano (OEA/Ser.F/II.24 RC.24/RES.1/01).

Y en Bruselas, la OTAN acordó responder a los ataque en el marco del artículo 5 que dispone que un ataque armado contra uno o contra varios Estados se considerará como un ataque dirigido contra todos ellos y, en consecuencia, acordaron el ejercicio del derecho de legítima defensa individual o colectiva (12 de setiembre de 2001).

La respuesta militar activa no fue inmediata, sin embargo. El 20 de setiembre de ese año el Presidente Bush informó al Congreso que Al Qaeda, con base en Afganistán y a cargo de operaciones terroristas anteriores, era responsable del ataque. Pero los talibanes en el gobierno afgano lo negaron inicialmente sólo para ofrecer luego la entrega del cabecilla Osama Bin Laden.

En ese escenario tropas norteamericanas, con el apoyo de fuerzas británicas, atacaron en octubre de 2001, territorio afgano informando al Consejo de Seguridad que lo hacían en ejercicio del principio de legítima defensa y en la seguridad que Al Qaeda no sólo tenía arraigo en Afganistán sino que ese país era su base de operaciones.

Hacia noviembre de ese año las fuerzas de Al Qaeda habían sido expulsadas de Afganistán, el gobierno talibán se derrumbó y un gobierno interino se instaló en Kabul en diciembre de 2001. El Consejo de Seguridad de la ONU reclamó, entonces, un rol central en el establecimiento de una administración transicional y el envío de fuerzas de mantenimiento de la paz para promover la estabilidad del país (Res. 1378).

Pero recién una década después Bin Laden fue muerto por tropas norteamericanas en Pakistán (país que ofreció refugio a Al Qaeda). Recién entonces, en apariencia, los objetivos vinculados a la respuesta armada se habían cumplido y, por tanto, Estados Unidos podía declarar la victoria.

Pero la misión militar ya había evolucionado hacia el rol de la ONU orientándolo a la construcción o reconstrucción del Estado (en este caso, del afgano). A esos efectos, la OTAN constituyó, en 2003, la Fuerza Internacional de Asistencia de Seguridad (ISAF) con el propósito de crear las condiciones para que el gobierno afgano restableciera sus capacidades institucionales y militares. En esa trayectoria, entre el 2011 y 2014, las capacidades militares y políticas asistidas por la ISAF empezaron a ser entregadas al gobierno afgano hasta su culminación.

Antes de ello, sin, embargo, el presidente Bush había declarado la “guerra contra el terror” demandado a la comunidad internacional que escogiera entre “estar con nosotros –Estados Unidos- o con el terrorismo” ampliando la escala y la naturaleza de la respuesta a los ataques del 11 de setiembre (“la guerra contra el mal”).

Ello condujo a la invasión de Irak en marzo del 2003. El dictador Hussein había combatido en dos guerras de carácter geopolítico contra Irán y Kuwait (la primera duró 8 años en los años 80 y la segunda seis meses aunque la derrota producida en febrero de 2001 por una coalición de 36 países encabezados por Estados Unidos se logró apenas en un par de meses).

Husein había empleado armas químicas contra sus enemigos y su población. En base a esta argumentación y a indicios llevados al Consejo de Seguridad por la plana mayor del estamento de seguridad de Estados Unidos (incluido el muy prestigioso Gral. Powell entonces Secretario de Estado ), la primera potencia encabezó en 2003 una segunda guerra contra Irak aplicando una Resolución del Consejo de Seguridad que advertía a Irak que se atendría a las más graves consecuencias si no entregaba un supuesto arsenal de armas de destrucción masiva. Los inspectores de la ONU y de la Agencia Internacional de Energía encontraron agentes químicos remanentes que no fueron considerados como el arsenal de armas de destrucción masiva aludido.

Hussein cayó y fue condenado a muerte, el país se fragmentó entre sus diferentes sectas, la guerra civil estalló y de sus escombros nació el ISIS, la organización terrorista islámica más radical que intentó luego formar un califato en el norte de África, que resiste en Siria y que, según la ONU, puede encontrar hoy, en Afganistán, un sitio propicio para reagruparse.

Por lo demás, la credibilidad de los organismos de inteligencia norteamericanos fue seriamente afectada por el rol desempeñado en la organización de una racionalidad bélica, con el respaldo de sus autoridades ejecutivas, en el intento de convencer a los aliados (una combinación, hasta ese entonces, infalible) de la necesidad de emprender el esfuerzo bélico contra Irak. Hasta hoy no han abundado explicaciones oficiales al respecto.

En Afgansitán, mientras tanto el tope de fuerza extranjera ascendió a 130 mil tropas (algunos sostienen que se trató de 170 mil) de 51 países. El desescalamiento del despliegue empezó a partir de ese pico hasta 30 mil para elevarse nuevamente bajo la presidencia de Obama a 100 mil tropas americanas (2011) orientadas a entrenar a la fuerza armada afgana y mantener en línea a los talibanes. De allí en adelante, la fuerza descendió a 10 mil hombres.

En ese proceso, en febrero de 2020, el Presidente Trump suscribió un acuerdo con los talibanes y el gobierno afgano para mantener la paz e impedir el retorno de Al Qaeda. El objetivo era lograr el retiro norteamericano en mayo pasado.

Este acuerdo fue respetado por el Presidente Biden aunque la fecha de retirada se postergó para agosto de este año.

Sin embargo, el gobierno afgano no se sostuvo y sus tropas entrenadas por los norteamericanos no dieron batalla (algo imposible de entender si se tienen en consideración las opiniones previas del gobierno norteamericano sobe la calidad de esas tropas). Los talibanes echados del poder en 2001 han regresado 2021 con el serio peligro de que Al Qaeda se reorganice y el ISIS encuentre base en Afganistán.

Es imposible negar el gran esfuerzo de guerra norteamericano si se toma en consideración los objetivos iniciales. Pero el resultado final marca una derrota complicada por la apresurada ejecución de una retirada previamente pactada.

Con ello Estados Unidos ha perdido capacidad de ordenamiento regional y, por tanto, su incuestionable capacidad de poder muestra incapacidad para lograr resultados esperados.

Ese escenario llama a redefinir los acuerdos de seguridad colectiva en que predomine el rol norteamericano con el propósito de optimizar el poder efectivo desplegable y, con los mismos propósitos, a estar más alertas a las crisis con efectos globales que emanen de la primera potencia.

Para ello se debe tener capacidad y credibilidad. Un gobierno como el peruano que mantiene en su gabinete a agentes con vínculos con Sendero Luminoso carece de estas virtudes para actuar el ámbito regional. Hoy el Perú, por tanto, quedaría eventualmente al margen de esa redefinición, si toca.

Éstas son algunas de las enseñanzas que deja la acción colectiva contra la amenaza terrorista global. Ello no implica, de modo alguno, desconocer las capacidades norteamericanas para enfrentar amenazas, ni el sacrifico de sus ciudadanos ni el de sus fuerzas armadas en ese emprendimiento.

Fuentes: CFR, ONU, OEA, OTAN, otras.