Escribe: José Ricardo Stok, profesor emérito del PAD.
Hoy en día se habla mucho del propósito empresarial como aquello que define la razón de ser de una empresa, algo que pueda ser un gran elemento motivador y un claro factor diferencial. Respondería a la pregunta: ¿para qué hacemos lo que hacemos? Esto trasciende a la misión, que sería señalar qué es lo que se hace y por lo que se quiere ser reconocido.
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En la reciente Asamblea de Alumni del PAD, ante más de 600 directivos, Hugo Cuesta nos habló de la crisis de la mitad de la vida como un momento en el que nos planteamos algunas preguntas fundamentales que nos ayudarían a descubrir nuestro propósito personal. Pero así como estamos habituados a ver las crisis económicas, comerciales o de otro orden en la empresa, y tomar las previsiones oportunas, no sabemos si la crisis de la mitad de nuestra vida está cerca o ya está pasando. Y esto es muy importante para que recorramos el resto de nuestro camino bien orientados, hacia aquello que es la verdadera felicidad, la nuestra y la de quienes nos rodean y queremos.
A los directivos, acostumbrados a lograr éxitos, nos cuesta reconocer que somos vulnerables, que ya tenemos bastante (sea poco o mucho): la verdadera plenitud está ausente. La gran y profunda pregunta –si soy feliz– requiere una respuesta sincera y valiente; y para eso, como decía Cuesta, hay que hacer un alto en la vida. Nos recordó lo que señaló el reconocido filósofo danés Soren Kierkegaard: «El tema es entenderme a mí mismo, saber qué quiere Dios de mí, encontrar las razones por las que quiera vivir y por las que esté dispuesto a morir».
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En buena parte, como señala el psiquiatra Enrique Rojas, las actuales crisis de las personas de “éxito”, tales como depresiones, ansiedad, desajustes de la personalidad, provienen de no tener claro nuestro propósito personal: ¿para qué estoy en la vida? Estamos para ser felices, pero no una felicidad de vida cómoda, del tener; la mera posesión de bienes materiales llega a saturar, a empachar, ya que solo responden a una parte de nuestro ser, la más limitada, por cierto, y queda ausente la dimensión espiritual, aquella que exige respuestas que comprometan, que necesitan un tiempo y un espacio apropiado y, con frecuencia, ayuda y orientación. Ciertamente, el vértigo de la vida moderna, los afanes, luchas y tareas de la empresa no dejan espacio para pensar estas realidades; ni siquiera en nuestros tiempos de descanso, saturados de actividades o compromisos. Hace falta, un parón, quitar fuera las prisas, detenerse a apreciar las flores, sus aromas, y entonces sí, pensar qué es lo que me define, qué es por lo que quiero ser recordado. Concluía Hugo Cuesta: «¿de qué se trata la vida? ¡La vida se trata de aprender a amar!». Y, según Aristóteles, amar es querer el bien del otro, sin esperar nada a cambio. Es oportuno hacer un alto en el camino.
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