Por Faye Flam
La saga de la hidroxicloroquina no debería erosionar la confianza pública en la ciencia, aunque debería servir como recordatorio para no tomar a ningún científico o estudio en particular demasiado en serio.
La ciencia a largo plazo se autocorrige, razón por la cual tenemos cirugía láser, estaciones espaciales y telescopios. Nunca encuentra la verdad absoluta, y a veces tropieza, pero puede enderezarse y seguir adelante.
Después de que el presidente Donald Trump promocionara la hidroxicloroquina en marzo, el medicamento se convirtió en el foco de una batalla política que generó el retiro de documentos, demandas e incluso amenazas de muerte. También es ahora el tratamiento más estudiado para COVID-19.
Todo comenzó cuando un pequeño estudio piloto francés reveló resultados intrigantes, lo que despertó cierto interés científico. Pudo haber terminado la semana pasada, cuando los científicos anunciaron que un gran ensayo controlado de hidroxicloroquina no había mostrado ningún beneficio.
Aunque ese estudio aún no se ha publicado en una revista revisada por expertos, dijeron que el estudio era lo suficientemente creíble como para detener la investigación adicional sobre el medicamento para tratar casos avanzados de la enfermedad.
Haber estudiado este medicamento para COVID-19 no fue descabellado. Se había demostrado que los compuestos relacionados, cloroquina e hidroxicloroquina, eran lo suficientemente seguros como para ser prescritos de manera rutinaria para malaria, lupus y otras afecciones. Y sí acaban con los virus, incluido SARS-CoV-2, al menos en el tubo de ensayo.
La hidroxicloroquina también se había probado contra el dengue; si bien no parecía ayudar, parecía razonable hacer pruebas para el nuevo coronavirus.
Sin embargo, hubo alertas tempranas. El medicamento puede interferir con el llamado sistema inmune innato, dice el reumatólogo y fundador de biotecnología Arthur Krieg. El medicamento interfiere con una vía por la cual el cuerpo detecta los virus invasores y envía una primera línea de ataque: compuestos llamados interferones.
El potencial que tiene el medicamento para debilitar el sistema inmunológico no fue ampliamente valorado, dice Krieg, quien me dijo que contactó a Anthony Fauci y a personas de la FDA para compartir sus preocupaciones.
Eso no fue un buen augurio para las personas que tomaban el medicamento para prevenir la infección después de una posible exposición, como Trump afirmó que estaba haciendo a fines de mayo, y otros como parte de un ensayo clínico.
Krieg dice que sus temores se disiparon la semana pasada cuando un nuevo estudio de New England Journal of Medicine concluyó que no creaba un efecto protector, pero tampoco un daño obvio.
Las alertas sobre posible muerte se dieron tras un estudio que se centraba en pacientes ya enfermos. Un grupo de investigadores estudió el efecto de la cloroquina en pacientes en Brasil, España y Mozambique, pero tuvieron que detener el ensayo poco después de ver señales de potencial toxicidad, incluidas arritmias cardíacas.
El ensayo no utilizó placebo, pero comparaba a pacientes que recibían una dosis alta con aquellos que recibían una dosis más baja, y observó más muertes y señales de problemas cardíacos en el grupo de dosis más alta (la dosis estaba dentro del rango considerado seguro para otras enfermedades).
Poco después de que los autores anunciaran una preimpresión no publicada de sus resultados, recibieron amenazas de muerte y fueron demandados, según un informe de The Lancet. Supuestamente, fueron atacados por blogueros conservadores y usuarios de redes sociales, incluido Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente brasileño. Los resultados del ensayo fueron luego publicados el 24 de abril en Journal of the American Medical Association.
Se suscitó más controversia tras el retiro de otro estudio la semana pasada. No fue un ensayo controlado, sino un análisis de datos de registros electrónicos de salud de diferentes hospitales.
Los investigadores afirmaban tener una gran cantidad de datos: 15,000 pacientes que recibieron el medicamento bajo autorización de emergencia y 81,000 pacientes en control que no recibieron el medicamento. La conclusión del estudio, publicada en The Lancet el 22 de mayo, fue que el medicamento no ayudó a los pacientes y podría haber generado la muerte en algunos al causar arritmias cardíacas.
Pronto, los críticos comenzaron a plantear serias dudas sobre la validez de esos datos, que habían sido proporcionados por una empresa privada llamada Surgisphere. Uno de los problemas era una exageración errónea del número de muertes en Australia, entre otras cosas. El investigador principal pidió a The Lancet que retirara el documento cuando Surgisphere no tuvo cómo entregar los datos para una auditoría.
Los datos de Surgisphere fueron usados en otro gran estudio que fue retirado al mismo tiempo, uno publicado en la publicación New England Journal of Medicine que supuestamente mostraba que ciertos medicamentos comúnmente utilizados para la presión arterial no aumentaban el riesgo de muerte de los pacientes por COVID-19.
Isaac Kohane, profesor de medicina de Harvard y experto en bioinformática, dice que él y sus colegas se sorprendieron con el conjunto de datos. También ha estado utilizando registros de salud electrónicos, como parte de una extensa colaboración en docenas de hospitales. Están tratando de reunir pistas sobre por qué algunos pacientes se enferman gravemente, por qué algunos mueren y cómo predecir y evitar esas muertes.
Es un trabajo lento y laborioso, dice, por lo que se sorprendió de que Surgisphere, una compañía de la que nunca había oído hablar, lograra una hazaña “hercúlea” de recopilación de datos de tantos miles de pacientes en tan poco tiempo.
Indicó que le preocupa que la retracción tenga un efecto negativo en la buena ciencia de datos, que considera vital para encontrar efectos secundarios de medicamentos o dispositivos que no siempre aparecen en los ensayos clínicos, y para aprender sobre la marcha durante una pandemia de rápido movimiento.
“Hay muchos desafíos con los datos de observación, pero cuando se usan correctamente pueden ser increíblemente útiles”, dice.
¿Las inclinaciones políticas de los autores y los editores de las revistas, o algún entusiasmo por aplacar las afirmaciones de Trump, llevaron a las personas a pasar por alto defectos obvios en los datos? Quizás algunos científicos están emocionalmente vinculados a la idea de que cualquier cosa que Trump haya dicho debe estar mal. Eso no es racional, pero tampoco lo es la insistencia de parte de algunos conservadores de que la retracción del estudio de The Lancet muestra que el medicamento funciona después de todo. Un estudio que se retira no puede probar que un medicamento sea seguro.
La tasa de mortalidad de COVID-19 también se ha convertido en un problema político. Algunos investigadores que realizaron encuestas generalizadas informaron tasas muy altas de infecciones pasadas y, proporcionalmente, una tasa de mortalidad más baja, lo que algunas personas interpretaron como una razón para tratar esta enfermedad más como la gripe. Otros atacaron los hallazgos motivados por un interés personal por preservar la economía.
A la final, decidir cómo abordar la pandemia no es una cuestión puramente científica. Debería ser en parte un proceso político, ya que los ciudadanos de una democracia deberían tener voz y voto en cómo equilibrar el riesgo y la necesidad de una actividad económica y una vida normales. Podemos estar en desacuerdo sobre dónde trazar esa línea, pero todos deberían trabajar con los mismos hechos, incluso si a veces toma un tiempo llegar a un acuerdo.