La mayoría de los presidentes mexicanos se quedaban sin poder el último mes en el cargo. Pero no Andrés Manuel López Obrador. Después de que los diputados recién elegidos ocupen sus escaños el 1° de setiembre, un mes antes de que la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, tome posesión, López Obrador aprovechará la ocasión. Su partido gobernante, Morena, y sus aliados tendrán tal dominio que casi con toda seguridad podrá aprobar una reforma constitucional del poder judicial.
Eso amenaza la democracia y la economía del país. Conforme a la reforma, todos los jueces federales serían despedidos y reemplazados mediante voto popular, que suplantaría un sistema de exámenes profesionales y, en el caso de la Suprema Corte y los tribunales electorales, un proceso de nominación. Los miembros de un nuevo tribunal disciplinario, con poderes para castigar a los jueces, también serían elegidos. Este acto equivale a llevar “una guillotina” al poder judicial, según Julio Ríos, del ITAM, una universidad de Ciudad de México.
Esto daría a Morena, y a cualquier futuro partido dominante, una inmensa influencia sobre los tribunales. Abre más el sistema judicial a la influencia indebida, la corrupción y la interferencia de la delincuencia organizada. Muchos temen que disminuya la calidad de los jueces: la reforma recorta sus salarios y reduce las cualificaciones exigidas a una licenciatura en Derecho con una buena calificación. Las elecciones judiciales se celebrarían el año que viene y en 2027.
El sistema de justicia mexicano sí necesita reformarse. El 90% de los delitos no se denuncian y pocos de los que se denuncian acaban en condena. Como López Obrador afirma, el acceso a la justicia es deficiente y algunos jueces son corruptos. Pero la reforma propuesta no aborda estos problemas. Es más, puede empeorarlos. No menciona a los fiscales, ampliamente reconocidos como la parte más débil del sistema. Y convertiría a México en una excepción mundial. Pocos países eligen a los jueces federales (solo Bolivia elige a su Tribunal Supremo) y la mayoría de los que lo hacen luchan por mantener la independencia judicial.
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En cambio, la reforma es típica del presidente saliente, que confunde la hierba con la maleza. Incluso a los legisladores de Morena les cuesta justificarla. El líder del partido Morena calificó la aprobación de la reforma como “un regalo” para el presidente.
La reacción ha sido enérgica. El poder judicial está en huelga. Los organismos empresariales en Estados Unidos y México han advertido sobre los peligros. Lo mismo hizo el embajador de Estados Unidos en México, que hasta ahora ha tratado con pinzas a López Obrador. Los mercados están nerviosos.
El banco Morgan Stanley dijo que las acciones mexicanas estaban “subponderadas”. Un columnista del Wall Street Journal sugirió vender todo lo que estuviera en pesos mexicanos. La reforma podría violar el T-MEC, el acuerdo de libre comercio entre México, Estados Unidos y Canadá.
El poder judicial no es el único que está en peligro. López Obrador parece decidido a sacar adelante muchas de las otras 17 reformas constitucionales que presentó en febrero, cuando le faltaban los votos para aprobarlas.
Las más preocupantes son las que afectan a las instituciones de México: la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa (que la Suprema Corte declaró inconstitucional); la eliminación de organismos autónomos como el órgano de transparencia y el regulador energético; y la prohibición de que la empresa eléctrica estatal se asocie con empresas privadas.
Es poco probable que López Obrador cambie el curso. Prefiere “poner en pausa” la relación con la embajada de Estados Unidos antes que moderar la reforma. Quiere consolidar su “cuarta transformación” de México, que consiste “en deshacerse de la vieja élite o de cualquier institución que pudiera llegar a dominar de nuevo”, explicó Pamela Starr, de la Universidad del Sur de California.
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López Obrador también es rencoroso. Su encono hacia el poder judicial se remonta a 2006, cuando los tribunales electorales dictaminaron que su oponente había ganado unas elecciones presidenciales que él, sin pruebas, consideraba fraudulentas. El rencor ha crecido desde que la Suprema Corte revocó algunas de sus políticas más emblemáticas.
Sheinbaum, discípula y sucesora del presidente, apoya plenamente la cuarta transformación. Al igual que López Obrador, parece pensar que la democracia solo requiere elecciones, en las que el ganador gobierne en beneficio de la mayoría, en lugar de necesitar otras instituciones y procedimientos, afirmó Starr.
Al principio, Sheinbaum parecía tener reservas sobre la elección popular de los jueces, pero ya ofreció su apoyo rotundo. Es posible que pueda hacer algunos ajustes en la legislación posterior, por ejemplo, sobre quién puede presentarse a las elecciones. Pero su incapacidad o falta de disposición para frenar a su mentor preocupa a los demócratas.
Las consecuencias que heredará podrían ser perjuicios particulares para la economía. La agitación y la incertidumbre ahuyentan a los inversionistas. El país los necesita para estimular un rápido crecimiento y financiar el déficit fiscal, que supera el 5% del PBI, la tasa más alta desde los años ochenta.
Sheinbaum ha intentado atraer a los inversionistas, consciente de que México necesita aprovechar una breve ventana para atraer a las empresas que desean trasladarse más cerca de Estados Unidos. Ha dicho a los observadores que no tienen “nada de qué preocuparse”. Pero sí lo tienen… y ella también.
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