Luis Echeverría, un expresidente mexicano que vivió con el estigma de ser uno de los principales orquestadores de la represión de movimientos estudiantiles y grupos disidentes en la segunda mitad del siglo XX, falleció a los 100 años de edad.
El actual mandatario Andrés Manuel López Obrador informó el sábado del deceso, aunque no mencionó la causa. En su cuenta de Twitter, el gobernante envió condolencias a familiares y amigos de Echeverría.
En 2005, un juez exoneró a Echeverría de cargos de genocidio derivados de una masacre de estudiantes en 1971. El juez falló que Echeverría pudo haber sido responsable de homicidio, pero que no podía ser juzgado porque el plazo de prescripción para ese delito expiró en 1985.
Echeverría gobernó México entre 1970 y 1976 y quería ser recordado por su labor en la arena internacional. Intentó liderar a los países del tercer mundo, promovió la autodeterminación económica de los países en plena guerra fría y dio asilo a izquierdistas latinoamericanos perseguidos por las dictaduras de sus países.
Sin embargo, fue algo distinto lo que marcó su paso en los libros de historia: a Echeverría se le recuerda por ser considerado una de las mentes detrás de dos masacres estudiantiles en la segunda mitad del siglo XX en México, no importa que la justicia lo exoneró en el último tramo de su vida.
Fue el primero y hasta ahora único expresidente mexicano en ser enjuiciado. Se le acusó de genocidio por dos matanzas: la de la Plaza de Tlatelolco, en 1968, cuando era secretario de Gobernación y responsable de la política interna, y la del Jueves de Corpus, en 1971, ya como mandatario. Echeverría negó a lo largo de su vida haber ordenado las represiones.
Pasó sus últimos años fuera de los reflectores y fue el expresidente más longevo. En varios momentos tuvo que ser hospitalizado.
Nació en 1922 en la Ciudad de México y fue un promotor de la cultura mexicana, de los Charros, de la Revolución Mexicana. Estudió en la principal universidad pública del país, la UNAM, donde se recibió como abogado en agosto de 1945, el mismo mes en que terminaba la Segunda Guerra Mundial en el frente asiático tras la rendición de los japoneses.
Su carrera política inició un año después, en 1946, al entrar al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó ininterrumpidamente México durante las últimas siete décadas del siglo pasado. Con ese grupo político llegó a la cumbre de su carrera política en un momento en que el mundo se movía entre las aguas de la guerra fría y varios países se sentían amenazados por la influencia del comunismo.
Fue novio de Guadalupe Rivera, la hija de Diego, el muralista mexicano y comunista. Era un defensor de la revolución, pero de la Revolución Mexicana de 1910.
Para sus detractores, Echeverría fue uno de los ejemplos más acabados de lo que para muchos han representado los gobiernos del PRI en México: el doble discurso, el mostrar una mano amigable, mientras en la otra tiene el puño cerrado listo para golpear. Para sus defensores, sin embargo, el expresidente fue un político que forjó algunas instituciones emblemáticas para el país y mostró como pocos la solidaridad mexicana con el mundo.
“Fue el mago del engaño, el ilusionista del engaño”, consideró Ignacio Carrillo Prieto, el hombre que acusó a Echeverría de genocidio.
Sin embargo, para Juan Velázquez, el abogado que defendió a Echeverría durante el proceso por genocidio, el juicio en su contra “fue lo mejor que le pudo haber pasado”, porque el resultado era justo el que esperaban: la exoneración.
Como mandatario, Echeverría realizó obras públicas sin precedentes en medio de una bonanza petrolera tras el hallazgo de importantes yacimientos de crudo. Su política de inversiones públicas, sin embargo, se tradujo en un aumento de la deuda externa y de la inflación, además de una fuerte devaluación del peso frente al dólar.
Echeverría fue un presidente con una ambiciosa agenda diplomática que amplió las relaciones de México con el mundo. Para algunos, esa era una manera de contrarrestar los problemas de legitimidad dentro de México, donde sostuvo una política de represión a la disidencia política.
En la arena internacional promovió ante la ONU la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, según la cual cada país puede asumir el sistema económico que determine. También se alzó como la voz de los países del tercer mundo y actuó como amigo de gobiernos izquierdistas.
En medio de la guerra fría, su gobierno estableció relaciones diplomáticas -en 1972- con la China comunista de Mao Tse-tung. Le abrió las puertas a los exiliados latinoamericanos que huían de la represión de las dictaduras. Rompió relaciones con el Chile de Augusto Pinochet y mantuvo la cercanía de los gobiernos del PRI con la Cuba de Fidel Castro.
A Echeverría le tocó liberar a Jacques Mornard o Ramón Mercader, el asesino de Trostski.
“Todas las decisiones que asumimos durante el sexenio, fueron inspiradas en la voluntad de abrir un horizonte más amplio, más libre y más justo para los mexicanos de hoy y de mañana”, dijo Echeverría en su último discurso de gobierno en septiembre de 1976, tres meses antes de abandonar el poder.
La historia, sin embargo, suele tener apartados oscuros para algunos. Y el de Echeverría es grande.
El mundo vio en 1968 cómo jóvenes y estudiantes inconformes se movilizaban y pedían cambiar el estatus, hacer la revolución. París, Praga. En Ciudad de México, que sería ese año la sede de los XX Juegos Olímpicos, vivió su propio movimiento estudiantil.
El gobierno mexicano decía que todo era parte de una conjura comunista. Echeverría era entonces el secretario de Gobernación, el responsable de mantener la estabilidad política del país y décadas después, según documentos desclasificados del gobierno estadounidense, se supo que en esos años también actuaba como agente de la CIA, bajo el nombre clave de LITEMPO-8.
Tras meses de protestas, la tragedia llegó el 2 de octubre de 1968: en la Plaza de Tlatelolco, en la zona centro de la capital, decenas de estudiantes y civiles murieron en medio de una balacera en la que participaron militares y agentes gubernamentales vestidos de civil. Según cifras oficiales murieron unas 25 personas, aunque algunos estiman que al menos 350 fallecieron.
Los temas de seguridad pasaban por la oficina del secretario de Gobernación, pero Gustavo Díaz Ordaz, el entonces presidente y jefe de Echeverría, asumió la responsabilidad de lo sucedido.
Al paso de los años, sin embargo, aparecieron elementos que demostrarían lo contrario: según reportes militares oficiales, al menos 360 francotiradores fueron apostados en los edificios que rodeaban la Plaza de Tlatelolco y dispararon contra los estudiantes.
Y uno de los apartamentos desde donde habrían salido algunos disparos pertenecía a Rebeca Zuno de Lima, la cuñada de Echeverría.