México se enfrenta a un imponente desafío respecto del suministro de energía. Debe producir mucho más y no solo para satisfacer la demanda actual, que con demasiada frecuencia queda insatisfecha.
Aprovechar el nearshoring de las cadenas de suministro globales requerirá una expansión masiva en la generación de energía para servir a las empresas que espera atraer dentro de sus fronteras.
Esa energía debe ser mucho más limpia que la que ofrece México actualmente. A diferencia de otros países latinoamericanos, la generación de energía es la mayor fuente de emisiones de CO2 de México. Menos del 30% de la energía de México proviene de fuentes no fósiles, en comparación con el 40% en Estados Unidos.
Sin muchas inversiones nuevas, el país tiene pocas esperanzas de lograr su objetivo de generar el 35% de su energía a partir de fuentes limpias para el próximo año ni mucho menos cumplir con su compromiso de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 35% para 2030.
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La semana pasada, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, asumió con valentía el desafío... y fracasó.
Armado con US$6,000 millones, AMLO, como se le conoce, decidió comprar un parque eólico y una docena de centrales eléctricas a gas de la empresa española Iberdrola SA. No se agregó ni un solo megavatio a la red.
Pero el acuerdo elevó la participación de generación de la empresa eléctrica estatal, Comisión Federal de Electricidad, del 39% al 55%, lo que permitió al presidente tuitear con orgullo sobre la “nueva nacionalización” del sector eléctrico. Y a quién le importa el cambio climático.
El acuerdo fue una bendición para Iberdrola, a la que López Obrador ha perseguido sin descanso, calificándola de depredador corporativo nostálgico de la era colonial. (AMLO exigió una disculpa de España por siglos de Gobierno colonial, argumentó que las empresas españolas trataban a México como una “tierra por conquistar” y dijo que Iberdrola estaba conspirando contra él).
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Sin duda, debe haberse sentido aliviada de deshacerse de unas tres cuartas partes de su capacidad instalada en México, incluida gran parte de su flota de generadores de combustibles fósiles.
La empresa española consiguió un buen precio: US$6,000 millones por alrededor de 8,5 gigavatios de generación da un valor de US$700,000 por megavatio.
El analista energético mexicano Víctor Ramírez señaló que esta suma es alrededor de un 30% superior que el costo de construcción de la central eléctrica Topolobampo III de Iberdrola en Sinaloa, que comenzó a operar en 2020 y que formaba parte de la cartera que vendió la semana pasada. Ahora puede destinar el dinero a proyectos renovables en países menos hostiles, como EE.UU.
El acuerdo también sirve a la ambición de López Obrador de restablecer la preeminencia del Gobierno en el sector energético y retroceder en el proyecto “neoliberal” promercado perseguido durante cuatro décadas por los Gobiernos anteriores, que esperaban sacar partido de una economía mundial globalizada invitando a la inversión privada y reduciendo el papel del Estado.
“Iberdrola ya no quería generadoras fósiles”, dijo Andrés Rozental, consultor de empresas multinacionales y ex subsecretario de Relaciones Exteriores de México “A AMLO le ganó el sueño guajiro de que la CFE va a ser mayor generador de electricidad y ese es el precio que puso Iberdrola sobre la mesa”.
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Lo que no está claro es lo que los mexicanos, cuyo bienestar futuro dependerá de un mayor acceso a energía limpia y barata, obtuvieron del acuerdo. “Si la pregunta es si esto es conveniente para México”, dijo Luisa Palacios del Centro de Política Energética Global de la Universidad de Columbia, “claramente no lo es”.
La venta de Iberdrola pone fin a más de cuatro años de política energética cada vez más nacionalista. En 2018, López Obrador puso fin a las subastas de energía limpia de la Administración anterior, que atrajeron inversiones masivas (US$10,100 millones solo en el período 2017-2018); agregaron nueve gigavatios de capacidad solar y eólica durante cinco años; y elevaron su participación al 12% de la generación total, frente al 3% en 2017.
La capacidad adicional de generación de energía limpia ha reducido los precios mayoristas de la energía, que solían superar regularmente los US$100 por megavatio, según Bloomberg New Energy Finance.
En 2021, el Gobierno de AMLO revisó la ley de la industria eléctrica para priorizar la electricidad producida por la CFE en la red nacional, sobre la energía generalmente más barata y limpia producida por empresas privadas. Si bien su Gobierno espera que el “Plan Sonora” atraiga inversiones en generación solar y desarrollo de baterías cerca de su frontera norte, su insistencia en el control estatal podría sofocar el desarrollo.
EE.UU. y Canadá han amenazado con llevar a México a los tribunales, argumentando que su nueva ley de energía viola el T-MEC, su acuerdo comercial de 2018, y socava la competitividad de América del Norte. “Para alcanzar nuestros objetivos económicos y de desarrollo regionales compartidos y los objetivos climáticos, las cadenas de suministro actuales y futuras necesitan energía limpia, confiable y asequible”, señaló una declaración del representante comercial de EE.UU. A pesar de todas las esperanzas puestas en el “nearshoring”, la participación de México en la inversión extranjera estadounidense se está quedando atrás.
Y la inversión en energía limpia se ha desplomado. El informe de BNEF señaló que la participación de México en la inversión en energía limpia en América Latina pasó del 35% en 2017 al 7% en la primera mitad de 2022.
México necesita una tonelada de dinero para lograr sus objetivos de energía limpia. Es poco probable que los alcance sin capital privado. (Especialmente ahora que las arcas del Gobierno tienen US$6,000 millones menos).
Cuando termine el mandato de López Obrador el próximo año, dijo Palacios, su sucesor tendrá que dar marcha atrás en su estrategia nacionalista o explicarle al mundo por qué México no cumplió con sus compromisos climáticos.
No es una nueva elección. Una versión de ella ha sacudido a México durante 50 años, y antepone la nostalgia por un México de antaño —antes de que el cambio climático fuera una preocupación de primer orden, y antes de la globalización y la democracia— a una apuesta por el futuro del país.
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