Para sorpresa de probablemente nadie, estamos volviendo al punto de partida en Venezuela: Las últimas medidas del régimen del presidente Nicolás Maduro para reprimir a la oposición política del país fueron lo suficientemente perturbadoras como para provocar el colapso del Acuerdo de Barbados firmado en octubre, que establecía una hoja de ruta para permitir a todos los partidos seleccionar a sus candidatos para las elecciones presidenciales que se celebrarán este año.
Como consecuencia de la sentencia dictada la semana pasada por el Tribunal Supremo de Justicia, que confirma la inhabilitación de la popular candidata opositora María Corina Machado y del ex aspirante a la presidencia Henrique Capriles, en las próximas semanas presenciaremos un gran duelo de espadas entre Washington y Caracas.
El Gobierno de Biden considera restablecer sanciones energéticas y es probable que Maduro ponga fin a un acuerdo para aceptar a venezolanos deportados desde Estados Unidos.
Se podría argumentar que todo esto era previsible. Yo seguiría dando crédito a la Casa Blanca por intentar traer algún cambio en Venezuela, cuyas circunstancias actuales desafían las soluciones fáciles. Pero lo más sorprendente de este previsible momento es el silencio de quienes podrían ejercer una influencia considerable sobre la trayectoria de Venezuela: los líderes de izquierda de Brasil, México y Colombia, que gobiernan casi dos tercios de la población de América Latina.
Los presidentes Luiz Inácio Lula da Silva, Andrés Manuel López Obrador y Gustavo Petro saben un par de cosas sobre cómo tratar con Maduro. No solo tienen afinidades ideológicas y políticas con el Gobierno venezolano, sino que también han mantenido relaciones públicas y privadas cordiales; cada uno de ellos se ha reunido con Maduro al menos una vez en el último año. Lula incluso extendió la alfombra roja cuando Maduro visitó Brasilia en mayo, criticando las sanciones de EE.UU. a Venezuela y diciendo que se ha creado una “narrativa de antidemocracia y autoritarismo” para perjudicar a Maduro (palabras que desataron gran descontento de algunos de los rivales nacionales y aliados internacionales de Lula).
Aun así, como han señalado otros comentaristas, es una pena que líderes que se jactan de ser los verdaderos representantes del pueblo y están dispuestos a denunciar cualquier injusticia real o imaginaria en el mundo, no puedan alzar la voz para decir que los venezolanos merecen elegir libremente a sus autoridades*.
Dejando de lado los argumentos morales, este silencio es también un error político por al menos tres razones: 1) Porque una Venezuela democrática y vibrante es del interés de América Latina, especialmente de países vecinos; 2) Porque Estados Unidos no puede (ni debe) intentar resolver este enigma por sí solo; 3) Porque cuanto más veamos la opresión política en Venezuela, más largo y difícil será encontrar un camino hacia la normalización, con consecuencias para el continente, desde la migración a la delincuencia y la pérdida de oportunidades para el comercio, la inversión y la economía.
Hay muchas explicaciones de por qué la trinidad de izquierda conformada por Lula, AMLO y Petro ha jugado históricamente limpio con Maduro, que van desde la conspirativa (tratos con información privilegiada) a la exculpatoria (Brasil prefiere utilizar su influencia entre bastidores). Mi razón preferida es mucho más directa: Estos tres hombres forman parte de la izquierda tradicional latinoamericana, cuyo catecismo privilegia el resentimiento hacia Estados Unidos por encima de todo y está dispuesta a tolerar a un caudillo autoritario siempre que juegue para su equipo ideológico. Si se forjó como líder de base en la región, no hay nada como atacar al imperio estadounidense para mantener motivada a su base —un truco emocional que todavía funciona en 2024, creanlo o no—.
Pero ahora es momento de que estos líderes maduren y utilicen el capital político que han acumulado con el Gobierno venezolano para darle una salida al estancamiento político y económico que enfrenta. Si alguien tiene ascendiente sobre Maduro en estos días, no es Washington ni los europeos, sino los pocos jefes de Estado con los que mantiene una relación de confianza. ¿Y qué mejor manera para ellos de meterle el dedo en el ojo al Tío Sam que triunfar donde él ha fracasado tan manifiestamente?
Ese es particularmente el caso de Lula, a quien le gusta proclamar las grandes ambiciones de Brasil en la escena mundial y parece dispuesto a intermediar en cualquier conflicto remoto, pero que aún tiene que marcar la diferencia para ayudar con los problemas de Venezuela. Los cínicos pueden decir que prefieren el statu quo de Maduro en el poder, pero creo que el reciente ruido de sables de Venezuela con Guyana debería haberles convencido del importante costo de tener un vecino poco fiable y beligerante. ¿No les gusta que los estadounidenses impongan sanciones? Bien, encuentren una forma mejor de hacer que su amigo vuelva a la normalidad, porque este conflicto no va a desaparecer así como así.
Una de las mayores ironías de todo esto es que, por mucho que los líderes latinoamericanos aborrezcan la intromisión estadounidense, no han elaborado su propia estrategia para hacer frente a la tragedia política más grave a la que se ha enfrentado la región en una generación. Por el contrario, la mayoría de los países siguieron la aventura condenada al fracaso de Donald Trump de reconocer un Gobierno paralelo en 2019. El colapso del pacto de Barbados presenta ahora a la región la oportunidad de dar un paso adelante con su propio plan, un imperativo con una urgencia aún mayor dado el potencial regreso de Trump a la Casa Blanca.
Venezuela atraviesa días críticos y muy peligrosos. A pesar de la apariencia de fortaleza del régimen, parece confundido sobre el camino a seguir, no tiene claras las opciones de Maduro y es propenso a movimientos erráticos como el reciente referéndum sobre la disputada región del Esequibo. Su objetivo sigue siendo conservar el poder a cualquier precio, incluso si eso significa una repetición de las perjudiciales sanciones estadounidenses. La oposición, por su parte, parece unida y dispuesta a participar en las elecciones de este año, aun a sabiendas de que el proceso no será ni libre ni justo. Como ha escrito Tony Frangie Mawad para Caracas Chronicles, aún tiene recorrido para capitalizar el creciente descontento entre los venezolanos. La realidad es que, como vimos hace poco en Guatemala, incluso un candidato sustituto puede ganar unas elecciones no tan limpias contra todo pronóstico cuando el deseo de cambio de la gente es imparable. Es una clara amenaza para el régimen.
Cuando visité Caracas a mediados de 2021, durante una de las raras rachas de optimismo del país, salí preocupado por la posibilidad de que Venezuela se convirtiera en la Cuba de mi generación, un país gobernado por la misma élite autoritaria y cada vez más militarizada sin alternancia durante décadas, un paria internacional con pocas esperanzas de futuro. Es un destino obsceno para un país que hasta 2001 era el miembro más rico del continente, con enormes recursos naturales y una población talentosa y llena de energía.
Lula, AMLO y Petro tienen en sus manos mucho más poder e influencia para evitar este destino del que han mostrado hasta ahora. Deberían utilizarlo.
¿Es una ilusión? Déjenme soñar un poco por favor.
* El silencio es aún más desconcertante porque los tres líderes saben de primera mano lo que es sufrir una censura política. Petro recibió una inhabilitación de 15 años para ejercer cargos públicos impuesta por el fiscal superior de Colombia en 2013 tras una polémica cuando era alcalde de Bogotá. Luchó con éxito contra la prohibición y en 2020 la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictaminó que se habían violado sus derechos políticos. En lo que ahora es una gran ironía, el tribunal mencionó como precedente para su decisión una prohibición similar impuesta por Venezuela al líder de la oposición Leopoldo López, que actualmente vive en el exilio. AMLO fue sometido a un breve juicio político cuando era alcalde de Ciudad de México en 2005, mientras que Lula fue encarcelado por más de un año en 2018 por acusaciones de corrupción.
Por Juan Pablo Spinetto
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