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Los navegantes del siglo XVI por el Pacífico sur que merecían un libro

Se trata de “En demanda de la isla del rey Salomón”, un trabajo editado por el académico de la RAE Juan Gil –filólogo, medievalista y experto en los descubrimientos del Nuevo Mundo-, y convertido en la última publicación de la Biblioteca Castro.

Las aventuras de éstos, los olvidados, se producen, mayormente, en las últimas décadas del siglo XVI en torno a tres grandes puertos españoles de la época: El Callao, en Lima; Cavite, en la bahía de Manila, y Acapulco, en la Nueva España, hoy México. (Foto: EFE)
Las aventuras de éstos, los olvidados, se producen, mayormente, en las últimas décadas del siglo XVI en torno a tres grandes puertos españoles de la época: El Callao, en Lima; Cavite, en la bahía de Manila, y Acapulco, en la Nueva España, hoy México. (Foto: EFE)
Agencia EFE
Actualizado el 23/01/2021 04:31 a.m.

Salvo prejuicios modernos, se han escrito con letras de oro nombres de descubridores al servicio de la Corona española como Colón, Cortés, Núñez de Balboa o Magallanes, pero aquellos primeros exploradores que a finales del siglo XVI buscaron en el Pacífico las minas del rey Salomón, también merecían un buen libro. Ya lo tienen.

Se trata de “En demanda de la isla del rey Salomón”, un trabajo editado por el académico de la RAE Juan Gil –filólogo, medievalista y experto en los descubrimientos del Nuevo Mundo-, y convertido en la última publicación de la Biblioteca Castro.

“En demanda de... (léase ‘En busca’)” lleva en portada un subtítulo: “Navegantes olvidados por el Pacífico sur”, e incluso un paréntesis para destacar las “Relaciones” (relatos, diarios de a bordo) de los viajes de Álvaro de Mendaña, Pedro Fernández de Quirós y Diego de Prado”.

Las aventuras de éstos, los olvidados, se producen, mayormente, en las últimas décadas del siglo XVI en torno a tres grandes puertos españoles de la época: El Callao, en Lima; Cavite, en la bahía de Manila, y Acapulco, en la Nueva España, hoy México.

De la pluma de Juan Gil nace un primer párrafo hermoso y prometedor: “Desde la más remota antigüedad, la imaginación humana gustó de poblar el mar de islas fabulosas para depositar en ellas todos sus anhelos, pero también todos sus miedos”.

“He querido -dice a EFE Gil- escribir algo así como una novela de aventuras; o sea, contar la búsqueda de las minas del rey Salomón, sobre la que se hizo una película, pero trasladando la acción a otro siglo”.

“Aquella isla mítica -añade- aparece en la Biblia, y sobre ella hemos oído versiones inglesas, africanas, estadounidenses, cómo no, pero quienes primero la buscan son españoles y portugueses, que se adentran en lo que entonces se llamaban las Indias, como fue América para Colón y como es, en este caso, el Sudeste Asiático”.

LA ISLA DEL ORO INFINITO Y LOS REYES MAGOS DE ORIENTE

Después de evocar lugares mágicos de Ulises como Circe y Calipso, Juan Gil nos mete de lleno en la fantasía de la isla del rey Salomón, conectada con la fabulosa tierra de Ofir, de donde le llevaron al rey de Israel oro, plata y maderas preciosas para levantar el Segundo Templo de Jerusalén.

Ofir, la tierra del oro infinito, está, a su vez, relacionada con la tradición bíblica de los Reyes Magos de Oriente… Sorprende, claro, pero el profesor le da sentido: con estos mimbres de leyenda construye una introducción abrumadora, portentosa -de 283 páginas, nada menos-, que son un alarde de erudición como para quitarse el sombrero.

Tras ella nos ofrece las “Relaciones” que hacen de sus viajes Mendaña, Quirós y Prado. Y al final no faltan siete apéndices y un glosario de “términos náuticos (¿por qué son siempre tan bonitos?), portuguesismos y vocablos del sudeste asiático”.

Gil apunta un detalle curioso: “La relación del segundo viaje de Mendaña es tan dramática que el británico Robert Graves (afamado autor de “Yo, Claudio”) escribe sobre esta terrible aventura una novela titulada “‘Las islas de la imprudencia”.

Los viajes empiezan en 1657, con Álvaro de Mendaña, dos naves y una marinería compuesta por lo peorcito de Lima, gentes indeseables que se embarcan en El Callao para huir de sus desmanes y buscar más fortuna que gloria.

Sus dos expediciones al Pacífico sur fueron poco propicias porque no se encontraron riquezas, porque abundaron los enfrentamientos a bordo y porque Mendaña murió de escorbuto en octubre de 1585. Pero fue el único de los aventureros españoles que llegó a la Isla del rey Salomón, donde quiso hallar El Dorado pero no encontró ni un ardite, por entonces la moneda de menos valor en Castilla.

ISABEL DE BARRETO, UNA ALMIRANTA DE MUCHO PREOCUPAR

Párrafo aparte merece su matrimonio de conveniencia con la adinerada Isabel de Barreto, codiciosa y déspota como ella sola. Fue “La doña” quien se hizo con la nao, en calidad de almiranta, cuando a los pocos días de morir Mendaña falleció su cuñado, Lorenzo de Barreto, destinado a asumir el mando.

La ambiciosa capitana fue tan cruel con la tripulación que hizo ahorcar a un marinero porque contravino sus órdenes y bajó a tierra para recoger unos cocos.

Barreto abandonó las exploraciones para poner rumbo a Cavite, puerto seguro, y en febrero de 1596, cuatro meses después de que falleciera su esposo, ya estaba casada con un buen partido, Fernando de Castro, primo del gobernador de Filipinas.

A Fernández de Quirós, portugués, piloto de Mendaña, no le fue mejor en su viaje de 1605. Acabó, motín mediante, encerrado por sus hombres en el castillo de popa.

Pero Diego Prado, que exploró el territorio austral en 1606, al menos consiguió demostrar la insularidad de Nueva Zelanda, quizá avistó Australia, y acabó su navegación en Filipinas sin mayores problemas.

Las relaciones con los aborígenes siguieron un patrón muy claro: bienvenida y festejos a los extraños para, en seguida, acusar su brutalidad, que se tornó en agravios, enfrentamientos y una violencia que hizo correr la sangre.

La conclusión del esmerado ensayo introductorio de Juan Gil es que las tres intentonas de colonización por parte de Mendaña, Quirós y Prado fracasaron sobre todo por la valiente y feroz resistencia de los aborígenes, y por el inexistente apoyo logístico. Lima estaba lejos, muy lejos.

De ahí “los olvidados”, que fueron buenos y malos, pero muchos de ellos dieron todo de sí, incluso la propia vida, para, como nos adelanta Gil, depositar sus anhelos, y también sus miedos, en la inmensidad del Pacífico sur.

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