Olexander tiene cuatro años y es el único niño que juega en los columpios de su pueblo. Sus padres le han contado que tienen miedo de que los malos vuelvan y por eso se irá a Irlanda con su madre, como ya han hecho más de un centenar de niños de Ivánkiv, a unos 70 kilómetros de la frontera con Bielorrusia.
Él juega como niño que es y saluda a los soldados ucranianos como si siempre hubieran formado parte del paisaje. Su madre prefiere no hablar de lo que supuso para ella la ocupación rusa porque, dice, fue tan fuerte que no quiere rememorarlo y solo piensa en salir del pueblo. Como la mayoría de los adultos de Ivánkiv, tiene miedo de que la intentona se repita y vuelvan los soldados por Bielorrusia.
Y más ahora que las fuerzas del país vecino han anunciado un despliegue por el sur y el aumento de maniobras para ensayar la “capacidad de reacción de sus tropas” ante la agrupación de soldados que Ucrania destinó a las zonas fronterizas.
“Necesitamos salir de aquí y queremos estar el máximo tiempo posible, hasta que todo acabe. Tenemos miedo de que la situación se repita”, explica Ana, su madre, que tiene 30 años, el pelo bien liso y pelirrojo y la cara llena de pecas. Y su hijo igual, como si fueran irlandeses.
“Eso dice mi marido, que vamos a estar como en casa. Él está de acuerdo, también quiere que nos vayamos”, dice Ana. Camina despacio, pero transmite ansiedad. Dice que no quiere hablar pero se le escapan las palabras.
“Antes de la guerra íbamos los fines de semana a casa de los abuelos. Yo tenía un trabajo, veníamos al parque, planeábamos unas vacaciones en Jersón, junto al mar”, se lamenta. No lo menciona, pero esa zona está ahora ocupada.
Ana ya tiene preparadas las maletas y está esperando a que la llamen para poner rumbo a Westport. La tiene que avisar una organización que el pasado 8 de mayo sacó del pueblo a un centenar de niños y a 14 madres, explican desde el Ayuntamiento.
La colaboración entre la organización y las autoridades municipales viene de lejos, desde que en 1986 este pueblo vivió otra catástrofe: la de Chernóbil.
Ivánkiv, con unos 10,000 habitantes, está ubicado a 53 kilómetros de Chernóbil y en la plaza del pueblo hay medidor que indica los niveles de radiación que 25 años después llega desde la accidentada central nuclear.
Según dice Oksana Kadun, la vicealcaldesa de este municipio que es también médico, la exposición a la radiación es especialmente dañina para los niños y por eso siguen en marcha los programas de niños de esta zona que pasan cada cierto tiempo los veranos en Irlanda. Con la guerra se ha intensificado la ayuda.
La esposa y los tres hijos de Andréi se marcharon en el primer convoy hace solo unos días. Andréi, de unos 50 años, camina solo por el pueblo. No parece muy contento pero dice que lo está. Illya (17), Matvey (14) y Marc (11) están por fin a salvo. “Van a poder descansar, recuperarse y vivir mejores emociones. Tendrán seguridad y oportunidades”, dice.
Espera que no vuelvan hasta el fin de la guerra. El Gobierno ucraniano no teme ataques desde Bielorrusia pero él está angustiado por la cercanía con la frontera. “No sabemos lo que va a pasar, pero los militares se están moviendo y agrupando. Yo siento que es todo muy peligroso”, dice Andréi, que como todos los ucranianos de entre 18 y 65 años se tiene que quedar en su país a punto para enrolarse.
La vicealcaldesa Oksanka Karun está, como todos, preocupada por lo que pueda pasar en la frontera con Bielorrusia pero como responsable municipal no se para a pensar en lo que vendrá. Bastante trabajo tiene con reparar el daño que los rusos dejaron a su paso en toda la región de Ivánkiv, que comprende una decena de pueblos donde viven en total 30,000 personas.
Durante un mes estuvo con su hijo y las familias del resto de dirigentes municipales viviendo en un lugar secreto, a resguardo de los rusos, que los andaban buscando no sabe bien para qué. Dice que enseñará el lugar pero más adelante, cuando acabe la guerra, porque quién sabe si lo tienen que volver a usar.
Dejando las muertes y los daños psicológicos a un lado, este es el listado de asuntos urgentes: “2,000 edificios de la región fueron destruidos, 240 casas desaparecieron por completo y el 10% total de las viviendas tiene daños”.
Ahora viene el verano pero en unos meses llegará el invierno. “Tenemos problemas. Tenemos que encontrar las casas donde pueda vivir la gente que lo ha perdido todo, hacer reparaciones en el espacio público, ayudar a los vecinos”, señala Oksanka.
Cuesta comprender de dónde le viene la serenidad a esta mujer que cumplió 19 años cuando el accidente de Chernóbil. Entonces era estudiante de medicina y volvió al pueblo para ayudar.
Es de complexión fuerte. Sirve café y dice: “Los ucranianos tenemos algo que los invasores no nos pueden robar: nuestra independencia y nuestra sonrisa. Nuestra gente va a plantar patatas, y tulipanes”.
Dice que no tiene miedo a que la zona se quede sin niños: hay 600 que aún esperan salir. Supone que con el tiempo volverán, y si no, dice, qué se le va a hacer. Su trabajo es ayudar a que niños como Olexander puedan huir del conflicto.
Olexander corretea en los columpios y se tira una y otra vez por el tobogán. Su madre lo ve sonreír y lamenta no haberlo traído al parque desde que empezó la guerra el 24 de febrero.
“Pero parece que aquí no ha venido nadie antes. Le llega la hierba por la rodilla”, declara Ana señalando el césped, sin cortar desde el invierno.