Una década después de que estallara en Brasil el escándalo de corrupción conocido como Lava Jato, la investigación sobre el tema sigue saliendo en los titulares. Esta vez es porque los nuevos fallos judiciales parecen un intento por reescribir la historia del controvertido caso, socavando así la posición anticorrupción del país.
Encuestas muestran que los brasileños están cada vez más preocupados por la corrupción, una bandera roja que el Gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva debería tomarse más en serio, dados los escándalos de alto perfil de su partido en el pasado.
Empecemos con los hechos: el juez de la Corte Suprema de Brasil, José Antonio Dias Toffoli, ordenó esta semana una investigación al organismo global de control de la corrupción Transparencia Internacional, días después de que la organización criticara las decisiones del magistrado en casos derivados de Lava Jato.
En setiembre, el juez había anulado toda evidencia utilizada para respaldar el acuerdo de indulgencia que Odebrecht —el conglomerado de construcción al centro del caso— firmó con los fiscales en 2016. Dias Toffoli también suspendió la semana pasada los pagos de la multa de 8,500 millones de reales (US$ 1,700 millones) impuesta a Odebrecht (ahora conocida como Novonor SA) después de hacer lo mismo con una multa de 10,300 millones de reales en un acuerdo separado que involucra al holding de los hermanos Batista, los magnates que controlan al gigante de la carne de vacuno JBS.
Las decisiones son una señal de que las grandes lecciones de Lava Jato podrían pasar al olvido próximamente.
La investigación, que inició en 2014, reveló una red multimillonaria de sobornos y cárteles, y cientos de poderosos ejecutivos y políticos terminaron en la cárcel, con repercusiones en varios países. En el centro de todo figuraba Sergio Moro, el juez que encabezaba la persecución desde la ciudad sureña de Curitiba.
El impacto fue tan grande que Moro se convirtió en un superhéroe para los brasileños. Pero su imprudente decisión de unirse a la Administración del presidente Jair Bolsonaro como ministro de Justicia a principios de 2019 no solo le costó su reputación, sino que también terminó en el colapso del caso cuando tribunales superiores consideraron que sus fallos habían sido parciales y estaban en connivencia con los fiscales.
Desde entonces, se ha evidenciado una presión por parte de aquellos que fueron condenados para lograr revertir sus sentencias y, fundamentalmente, detener las multas que sus empresas acordaron pagar para resolver las investigaciones. Esta vía es coherente con el debido proceso: si los jueces determinaron que las investigaciones no se llevaron a cabo de manera legal, es normal que los acusados reaccionen ante los nuevos fallos.
Aun así, existe el peligro de que estos fallos terminen persuadiendo a la élite política y empresarial de Brasil de que Lava Jato representa solo un costoso ejemplo de impunidad. Incluso suponiendo que los cientos de ejecutivos que admitieron haber recibido sobornos en ese momento hayan sido coaccionados, fueron la imagen más clara de la cultura de corrupción arraigada en el mundo corporativo y gubernamental de Brasil.
Odebrecht y Petrobras, la gigante petrolera nacional, firmaron acuerdos con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, concertando pagar enormes multas en el extranjero. Las empresas pidieron perdón público. Todo eso sucedió, aunque después se declarara viciado el proceso legal.
Mi anécdota favorita de aquellos días, que seguí de cerca como periodista residente en Río de Janeiro, fue el caso de Pedro Barusco, un desconocido ejecutivo de tercer nivel de Petrobras que devolvió casi US$100 millones después de confesar haber recibido sobornos y llegar a un acuerdo con los fiscales. Devolvió US$100 millones así nada más, sin chistar*.
Además, estos fallos recientes se producen en el contexto de decisiones de Lula durante el año pasado que, en el mejor de los casos, podrían caracterizarse como controvertidas: su primer nombramiento para la Corte Suprema fue su abogado personal y su segundo elegido, Flávio Dino, fue hasta hace poco su ministro de Justicia y aliado cercano.
El presidente reemplazó entonces a Dino por Ricardo Lewandowski, cuyos fallos como juez de la Corte Suprema fueron claves para que Lula recuperara su libertad en 2019 tras ser encarcelado por Moro. En épocas anteriores, Dias Toffoli fue asesor legal del partido PT de Lula y luego fue nombrado miembro de la Corte Suprema durante el segundo mandato del presidente.
Las maniobras de Lula pueden parecer comprensibles al considerar que pasó 580 días en prisión injustamente y fue víctima de una conspiración judicial y política para impedirle presentarse a la presidencia en 2018.
Lo entiendo, puede que Lula no quiera correr más riesgos con los tribunales. Pero este es el tipo de decisiones que hacen que parezca que el expresidente Barack Obama estaba en lo cierto cuando escribió en sus memorias que Lula era “impresionante” pero con “los aparentes escrúpulos de un jefe de Tammany Hall”, en referencia a algunos de los acuerdos secretos más infames y corruptos de la maquinaria política estadounidense del siglo XIX y principios del XX.
Además, independientemente de sus méritos legales, estos fallos están empezando a perjudicar la credibilidad anticorrupción del país. Ahí es donde entra en juego Transparencia Internacional: Brasil cayó diez posiciones hasta el puesto 104 entre 180 países en el último Índice de Percepción de la Corrupción de la organización, que cubrió el primer año del tercer mandato de Lula.
El organismo de control emitió un informe mordaz el mes pasado destacando los reveses en las políticas del país, incluidos los fallos de Dias Toffoli, y diciendo que la revocación masiva de sentencias era “un negocio lucrativo” para abogados y cabilderos.
“Brasil se convirtió en un cementerio de las pruebas del mayor caso de corrupción transnacional de la historia”, dice el informe.
El tono duro y las referencias personales del informe pueden haber influido en la decisión de Dias Toffoli de solicitar la investigación del grupo por supuestamente manejar dinero de las negociaciones. Transparencia contraatacó, emitiendo un comunicado en el que niega haber cometido irregularidades y denuncia las “represalias injustas que enfrenta en respuesta a su trabajo anticorrupción”.
Por ahora, Lula parece estar más allá de todo este ruido con su popularidad intacta, pero necesita prestar atención porque el descontento de los brasileños frente a la lucha contra la corrupción es real y se agudiza.
Según una encuesta de AtlasIntel publicada el martes, el 58% de los brasileños citan la corrupción como uno de los principales problemas del país, un aumento de casi 8 puntos porcentuales respecto a la encuesta anterior realizada en noviembre y solo detrás del crimen y el narcotráfico, que encabeza la lista de preocupaciones con un 59%.
Hay una razón por la que los brasileños tienen tanta sed de justicia y honestidad. El Gobierno necesita hacer más para mejorar la transparencia y asegurarse de que los ciudadanos confíen en su sistema político y de justicia.
El reciente anuncio de un ambicioso plan industrial y subsidios para reactivar sectores que envejecen —exactamente el tipo de política arbitraria que en parte ayudó a impulsar Lava Jato— será observado de cerca en busca de signos de mala gestión. Mientras tanto, la Corte Suprema, que fue un baluarte crucial contra las tendencias autoritarias de Bolsonaro, debería pronunciarse sobre las controversias de Lava Jato como un órgano colegiado, no dejándolas en manos de jueces individuales.
Pero, sobre todo, Brasil debería tener un debate honesto sobre las lecciones de Lava Jato. Una cosa es explorar todas las opciones legales o estar exento de responsabilidad por motivos procesales (incluso después de confesar irregularidades en vídeo). Otra muy diferente es intentar reescribir la historia por completo y pretender que no pasó nada.
No muchos brasileños aceptarán el segundo enfoque.
* La exhaustiva obra de 987 páginas de Malu Gaspar sobre Odebrecht, titulada A Organização y publicada en 2020, describe muchos más ejemplos de las relaciones corruptas entre las empresas y el Estado brasileño reveladas por Lava Jato.
Por Juan Pablo Spinetto
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