
José Antonio Kast no perdió tiempo. Menos de 36 horas después de ser elegido próximo presidente de Chile, el líder conservador abordó un avión, cruzó los Andes y visitó a su aliado ideológico, el abanderado libertario argentino Javier Milei.
En términos de imágenes políticas, fue algo impactante: los ideales de la derecha se han convertido en el nexo de unión entre dos líderes que difícilmente podrían ser más diferentes en cuanto a estilo, temperamento y elecciones de vida.
Si 2025 marcó el resurgimiento de la derecha latinoamericana —con la victoria de Milei en las elecciones cruciales de mitad de mandato en octubre, el triunfo de conservadores en Ecuador y Honduras y, lo más destacable, el fin del socialismo en Bolivia tras casi dos décadas en el poder—, entonces es probable que 2026 lo consolide.
Las elecciones en Costa Rica, Perú, Colombia y, sobre todo, Brasil podrían amplificar la tendencia, redefiniendo las alianzas y transformando una deriva difusa en una sólida marea azul. No sería de extrañar que, dentro de un año, las cuatro economías más grandes de la región se hayan desplazado hacia la derecha, dejando a México como la única excepción de izquierda.

Después de más de dos décadas cubriendo la política latinoamericana, he aprendido a desconfiar de las predicciones electorales, y esta columna no hace ninguna ahora. En Colombia, un candidato de izquierda aún podría aprovechar las divisiones entre la derecha y el centro para suceder a Gustavo Petro.
En Brasil, el incombustible Luiz Inácio Lula da Silva mantiene una ventaja respetable sobre una oposición fracturada, aunque convencer a los votantes de que le concedan un cuarto mandato puede resultar mucho más difícil en octubre. Y la historia reciente nos recuerda que los disruptores políticos aún pueden irrumpir en escena a último minuto.
Sin embargo, si nos alejamos de las contiendas individuales, la tendencia general es inconfundible. América Latina se está desplazando hacia la derecha, impulsada por la creciente indignación de los votantes frente a la inseguridad, la corrupción y el estancamiento del nivel de vida.

Latinobarómetro muestra que el año pasado la proporción de personas que se situaban más cerca de la derecha alcanzó su nivel más alto desde 2002. La popularidad del enfoque de mano dura de Nayib Bukele en El Salvador, el rechazo en toda la región a la autocracia socialista de Nicolás Maduro en Venezuela e incluso la tibia respuesta a la postura belicosa del presidente estadounidense, Donald Trump, en el mar Caribe apuntan en la misma dirección: el clima político está cambiando, y rápidamente. Si Trump logra forzar un cambio de régimen en Venezuela (lo cual sigue siendo una gran incógnita), la caída de Maduro podría desencadenar un efecto dominó en Cuba y Nicaragua, las últimas dictaduras de izquierda que quedan en la región.
Entre los latinamericanistas, el debate es si este cambio refleja un auténtico realineamiento ideológico o simplemente el conocido vaivén del péndulo tras años de gobiernos de izquierda que no han dado resultados decisivos (miren este debate reciente sobre este tema en el AQ podcast). Probablemente, la respuesta sea ambas cosas.
Las ideas conservadoras —desde reducir el papel del Estado en la economía hasta rechazar las agendas progresistas en materia de género— están ganando terreno. A diferencia de otros gobiernos de derecha de la última década, como el de Mauricio Macri en Argentina o el de Sebastián Piñera en Chile, esta nueva ola está menos interesada en tender puentes entre ambos bandos y no se avergüenza de llevar la etiqueta de derecha.
Sin embargo, el momento es tan importante como la ideología. Los votantes de toda la región se están mostrando implacables con los gobiernos que no ofrecen resultados rápidos y tangibles, y esta vez es la izquierda la que está pagando el precio. Chile, donde los presidentes no pueden presentarse a la reelección inmediata, es un buen ejemplo: la victoria de Kast supone el quinto giro de 180 grados de izquierda a derecha en solo dos décadas.
Los nuevos líderes deben aprender rápidamente esa lección. Algunos sostienen que este impulso de la derecha dará lugar a políticas de línea dura en cuestiones como la inmigración, el cambio climático y los asuntos sociales, ampliando aún más el club de países que se alejan de la corriente política dominante. No estoy convencido. Las guerras culturales y la camaradería ideológica pueden animar a los partidarios incondicionales y allanar los obstáculos políticos, pero las elecciones se ganan —y se pierden— por motivos mucho más prosaicos: mejorar la seguridad, reducir la delincuencia, aliviar el costo de la vida y aumentar los ingresos. En cuanto a esas medidas, los recién llegados de la derecha serán juzgados de la misma manera que los gobiernos a los que sustituyen. Cuando las economías tienen un rendimiento inferior al esperado, es difícil construir un legado político duradero.

Y más importante aún, debemos resistir la tentación de tratar estos movimientos como si fueran monolíticos. Más allá de la gastada narrativa de la derecha contra la izquierda, se encuentra un panorama de zonas grises y matices políticos, moldeado tanto por la dinámica del poder local como por la ideología. Argentina no es el paraíso libertario de libre mercado que Milei afirma que es, y México está colaborando estrechamente con la Casa Blanca de Trump a pesar de los instintos antiamericanos del movimiento nacionalista Morena de la presidenta Claudia Sheinbaum. Abundan otros ejemplos similares.
Reconocer esta complejidad es esencial para las empresas, los inversionistas y los estrategas que navegan por la volátil política de la región, que a menudo afecta a los mercados de manera mucho más profunda que en otros lugares. El primer paso para reducir la polarización y comprender verdaderamente a América Latina es resistir la tentación de convertir la política en un partido de fútbol entre el Barcelona y el Real Madrid, donde la lealtad al equipo prevalece sobre el análisis honesto.
El año que viene será especialmente difícil para los responsables políticos latinoamericanos, sobre todo debido al renovado interés de Trump por el hemisferio occidental. En un entorno de mayor incertidumbre, los activos más decisivos serán la destreza política y la capacidad de aprovechar las oportunidades, y no solo la pureza ideológica.
Por Juan Pablo Spinetto








