Desde el alba, Ahmed ha repartido pizzas y platos asiáticos. Pero, en cambio, él no tiene nada que comer. Por lo tanto, al caer la noche, bolsa de ‘Deliveroo’ a la espalda y bici en mano, hace la cola en un lugar donde distribuyen comida en París.
“Esperé durante toda la jornada para poder venir aquí, es mi única comida” al día, explica este tunecino de 26 años, tras haber engullido con rapidez todo lo que había en la bandeja brindada por el Ejército de Salvación en un local ubicado en el popular barrio de Barbès (norte de París), colindante con la flamante “Maison des coursiers” (casa de los repartidores).
Desde hace un año monta en su bicicleta “hacia las 06:00 y hasta la medianoche. Y, todas las noches cena allí. Indocumentado, se ve obligado a trabajar por cuenta de un “jefe”, quien le paga apenas 400 euros al mes (unos US$ 457).
Deducido el alquiler de su habitación compartida en Sarcelles (oeste), el pase Véligo (para utilizar bicicletas de alquiler público) y el dinero que envía a su país para ayudar a su familia, no le queda “nada”.
“Cuando llegué a Francia, durante meses dormí debajo de un puente. Me gustaría salir de esta galera (de esclavos), pero no tengo otra cosa. Así que no me queda otra opción”, confiesa este exempleado de una gasolinera en Túnez.
“Producto de lujo”
Durante el primer confinamiento por COVID-19, el Ejército de Salvación comenzó a recibir en masa a los repartidores en sus sitios de distribución de alimentos, recuerda Françoise, encargada de la cena en una noche de febrero. Para ella, un símbolo de la “fractura social” de la cual son víctimas.
A partir de entonces, la comida se brinda en este nuevo espacio, compartido con la “Maison des couriers”, inaugurada a mediados de enero.
Allí, los repartidores en situación muy precaria pueden reposar, beber un café y cuentan con aseos, pero, sobre todo reciben ayuda para su regularización.
¿Repartidores de comida que no ganan lo suficiente para comer? Esto provoca “mucha rabia” a Circé Liénard, responsable de Coopcycle, una federación de cooperativas que quiere ofrecer una alternativa a las plataformas “tradicionales”. Su objetivo: “poner fin a la precariedad” pagando salarios reales a los ‘deliverys’.
“Que recibas tu pedido en pocos minutos es un ‘producto de lujo’. Si te cuesta poco o nada se debe a que la reducción de costos la solventan los propios repartidores”, se lamenta.
Con frecuencia se trata de trabajadores indocumentados que a veces ejercen bajo la identidad de otro, o se ven obligados a subarrendar cuentas.
Éste el caso de Koné, un marfileño de 22 años, repartidor en Deliveroo desde hace solamente una semana.
“Por el momento, no gano casi nada”, reconoce tras un recorrido de tres horas, en tanto devora unos pocos bizcochos que le fueron ofrecidos.
“A veces ni te pagan”
“Para quienes recién comienzan, siempre es la galera (explotación)”, suspira Keita Siriki, su compatriota ya cincuentón, sentado un poco más lejos.
El obtuvo su regularización, “tras una larga batalla” con su empleador, y gracias a la ayuda de un sindicato.
Espera pronto ser empleado formal de Frichti, plataforma para la que realiza entregas desde hace tres años, o volver a su viejo trabajo de camionero como fungía en Costa de Marfil.
Pero al igual que el resto, Siriki empezó a trabajar bajo un “alias”.
“Al llegar desconocemos nuestros derechos. Pero aquí (en la Maison des coursiers), nos ayudan y las gestiones avanzan. Cuando vengo aquí me siento en casa. A los otros les digo, vengan a buscar ayuda”.
Este miércoles, Keita trajo por primera vez a Alpha, un guineano de 29 años, quien descubre este lugar minimalista: una nevera, dos mesas, una cafetera y un sofá.
El joven tiene la mirada fija en la cuenta regresiva que se muestra en su smartphone: en 38 minutos, debe comenzar su servicio ante una “dark kitchen”, cocinas “fantasma” improvisadas por las plataformas de reparto.
Él también espera impaciente obtener su permiso de residencia dado que, desde que comenzó en el 2019, pedalea con la cuenta de un tercero.
“A veces te pagan, pero otras no. No podemos hacer nada, estamos ilegales. A veces, trabajamos cinco horas y no nos dan ni 30 euros. Esos días también tengo que ir a pedir alimentos”, afirma este padre de familia.