Los países latinoamericanos han mostrado un gran consenso sobre la necesidad de proteger las aguas no territoriales, la llamada “alta mar”, en las distintas rondas transcurridas para negociar un Tratado Internacional de los Océanos que concluyeron sin éxito la pasada madrugada.
Como destaca Gladys Martínez, directora ejecutiva de la Asociación Interamericana de Defensa del Ambiente (AIDA) en entrevista con Efe, los países de Centro y Sudamérica han dado suficientes “muestras de compromiso” para aumentar las áreas marinas protegidas y promover un uso sostenible de las aguas de alta mar.
Hace tiempo que la región ha entendido que “no hay fronteras en el mar”, como ha quedado claro en el ejemplo de las tortugas de Las Baulas (Costa Rica), cuya población solo creció cuando se puso freno a la llamada “pesca incidental” que la especie sufría en alta mar; o el caso de las galápagos de Ecuador, víctima también incidental de la flota pesquera china, o las amenazas sobre los tiburones, entre otros ejemplos.
Con toda su diversidad ecológica y cultural, la región se enfrenta al reto del nuevo tratado con unos problemas comunes: el primero de ellos, que no tienen acceso al caudal de datos e información que manejan los países más industrializados, a los que grupos ecologistas acusan de haber trabajado para rebajar la ambición del texto.
Latinoamérica necesita transferencia tecnológica
Ese ha sido precisamente uno de los escollos de la última ronda negociadora: idear mecanismos de transferencia tecnológica -al que los países desarrollados se muestran reticentes- que permitan “democratizar” el uso de las aguas de alta mar para que los eventuales beneficios futuros en el campo de la investigación puedan ser compartidos por todo el mundo.
Un caso concreto es la producción de las “evaluaciones de impacto marítimo”, inexistentes en Latinoamérica pero usuales en la UE o en Estados Unidos, y que el tratado pretende que se conviertan en herramientas necesarias para definir cualquier explotación de recursos marinos.
Otras resistencias, en este caso internas, proceden de los sectores pesqueros de los distintos países latinoamericanos: los Gobiernos deberán hacer campañas informativas ante su población para demostrar que la protección del alta mar no va a suponer en modo alguno mermas en sus capturas; al contrario, podría redundar en una mayor productividad de las aguas costeras, insistió Martínez.
La pesca es solo una más de las actividades que se desarrollan en alta mar, y a ella se añaden otras vitales para la economía mundial como el transporte, el cableado submarino, la minería marina y la investigación con fines científicos.
A este respecto, Martínez aclara que el Tratado de los Océanos no pretende de ningún modo interrumpir estas actividades necesarias, sino proveer de un “marco de gobernanza”, una especie de mecanismo regulatorio transnacional que aporte una cierta armonía a la multitud de tratados que rigen por separado estas distintas industrias.
Es aquí donde AIDA puede aportar -como lo ha hecho en el pasado- asesoría a los distintos Gobiernos latinoamericanos, en una región que anda un tanto retrasada en la regulación de sus espacios marinos, y esta asesoría tiene varios componentes: legal, técnico e incluso lingüístico, dado que la mayor parte de material disponible está en inglés y aún no en español.
Por último -señala Martínez-, si en una próxima ronda finalmente el tratado consigue proteger al menos un 30% de las aguas de alta mar para el 2030, quedan muchas incógnitas sobre qué sucederá con el 70% restante. “Si quedan en desprotección absoluta, totalmente desreguladas, de poco habrá servido el tratado”, advierte la especialista.
“Confiamos en que la región latinoamericana estará representada en la siguiente etapa de forma comprometida como hasta ahora”, concluyó Martínez, quien puso de relieve el papel de Costa Rica durante las negociaciones finalizadas ayer.