Por Faye Flam
El anuncio de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de que las personas vacunadas ahora pueden salir sin mascarilla fue extraño y confuso. Caminar y trotar sin tapaboca ya eran actividades de bajo riesgo, y algo que mucha gente, vacunada o no, ha estado haciendo de todos modos. Al igual que otras recomendaciones y normas de salud pública, se emitió sin una justificación clara ni referencia a nuevos datos.
Algunos expertos recurrieron a Twitter para sugerir que las nuevas directrices eran una forma de ingeniería social, para alentar a las personas a vacunarse ofreciéndoles una recompensa.
El Gobierno no va a ganar la confianza del público emitiendo nuevas normas cuando esos cambios no están respaldados por nuevas pruebas y, por lo tanto, parecen arbitrarios. Las recomendaciones son tan confusas que incluso Anthony Fauci no pudo explicarlas de manera coherente cuando se le preguntó en el programa Today Show, contradiciendo incluso un gráfico que mostró.
Lo que la gente necesita, en cambio, es que los CDC sean una fuente confiable de información objetiva y con base científica sobre lo que es razonablemente seguro hacer, lo que no lo es, y el nivel de protección que las personas pueden esperar de las vacunas.
Una cosa es que los políticos impongan normas que les resulten fáciles y hagan que parezca que se preocupan. La mayoría de ellos no son científicos. Pero deberíamos esperar algo mejor de las autoridades científicas.
Los CDC lo hicieron mejor a principios de este año cuando anunciaron nuevas pautas que sugerían que era razonablemente seguro para las personas vacunadas socializar en interiores sin mascarilla, y era seguro para los abuelos vacunados visitar a los nietos no vacunados. Ese era un consejo muy necesario, y contrastaba claramente con lo que se aconseja a las personas no vacunadas.
Si bien los CDC podrían haberlo explicado mucho mejor, hay nuevas pruebas de que las vacunas reducen drásticamente las probabilidades de morir o ser hospitalizado por el virus, y también disminuyen las probabilidades de padecer un caso leve o silencioso y transmitirlo.
Por otro lado, la ciencia que sustenta el uso de mascarillas en exteriores no parece ser nueva. Desde hace aproximadamente un año se sabe que la transmisión en exteriores es muy poco frecuente. Sin embargo, algunos expertos recomiendan el uso de mascarillas al aire libre por diferentes razones.
Un experto en enfermedades infecciosas me dijo que, aunque las probabilidades de que un ciclista o un corredor al azar me transmitan el COVID-19 al pasar por delante son astronómicamente bajas, “normalizar” el uso de mascarillas al aire libre podría hacer que la gente se cubra más en el supermercado. Pero eso no es ciencia, es anticiparse al comportamiento de las personas.
Otros se limitan a decir que no hace daño pedir a la gente, e incluso a los niños, que lleven mascarilla en todo momento, aunque sea exagerado. Pero tal vez sea perjudicial magnificar los riesgos equivocados. Está claro que la gente ha corrido riesgos reales; de lo contrario, Estados Unidos no habría tenido una ola de otoño tan masiva. Eso no ocurrió porque la gente anduviera sin tapaboca por la playa.
Mientras que hay personas en las redes sociales que prometen continuar usando doble mascarilla durante meses después de vacunarse, hay muchos más miembros del público ansiosos por volver a la vida normal y dispuestos a vivir con los riesgos de uno en un millón.
La ciencia de la transmisión de enfermedades y el uso de mascarillas es imperfecta, pero hace meses que existe evidencia de que estar al aire libre sin mascarilla, salvo contacto estrecho, es bastante seguro, y que estar en una habitación repleta de gente con mascarillas de calidad desconocida lo es menos.
Un nuevo estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences lo corrobora. El riesgo se da sobre todo en el interior y depende de la duración de la exposición, es decir, del tiempo que se esté en el edificio y del número de personas que se encuentren en él.
Los CDC y otras autoridades sanitarias deberían dar prioridad a una comunicación clara y respaldada por la ciencia, y dejar de lado la ingeniería social.