Betty Granadillo y su conductor salen de madrugada en una camioneta todo terreno a visitar las rancherías. Siempre lleva una bolsa de café y azúcar para sus anfitriones en señal de agradecimiento. Cuando regresa a la ciudad de Riohacha, ya es de noche.
Granadillo es miembro del pueblo wayuu —el grupo indígena más grande de Colombia— y es gestora social de la empresa Grupo Energía Bogotá (GEB). La empresa quiere construir una importante línea eléctrica en el remoto departamento de La Guajira para conectar futuros parques eólicos a la red nacional. Representantes del GEB han realizado miles de reuniones con las comunidades locales en aras de lograr su aprobación para que la línea cruce por sus tierras.
“Las comunidades tienen muchas necesidades en territorio y lo ven como una oportunidad de mejorar las condiciones”, dice Granadillo desde el asiento de pasajero de la camioneta blanca, con un paisaje desértico de fondo: árboles y arbustos que crecen en arena color naranja, y rebaños de cabras aquí y allá que se comen las hojas.
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Está en juego uno de los lugares más prometedores del mundo en términos de energía eólica, al igual que las ambiciones del presidente del país, Gustavo Petro, de convertir a La Guajira en un modelo de transición energética que promueva la equidad social y al mismo tiempo acabe con la dependencia de los combustibles fósiles.
La Guajira está ubicada en el extremo más septentrional de Sudamérica y sus fuertes vientos alisios soplan durante todo el año a través de sus soleados desiertos. Su velocidad duplica el promedio mundial, lo que significa que este viento podría prácticamente suplir todas las necesidades energéticas del país de 52 millones de habitantes.
La región es fundamental para el objetivo de Petro de alcanzar una capacidad eólica y solar de 6.000 megavatios para el final de su mandato en 2026, lo que sería suficiente para satisfacer aproximadamente un tercio de la demanda. Colombia ya cuenta con una de las redes más limpias del mundo. Aproximadamente dos tercios de su electricidad provienen de energía hidroeléctrica. Pero eso vulnera a la nación andina al fenómeno climático de El Niño. El clima seco hace que los niveles de los embalses bajen y que los precios de la energía suban. Al mismo tiempo, las reservas de gas natural del país van a la baja. Y ahí es donde entran la energía solar y eólica.
En su misión por construir la línea de 475 kilómetros, el GEB lleva cuatro años recorriendo La Guajira. Ha subido las montañas de la Sierra Nevada de Santa Marta, habitadas principalmente por pueblos indígenas —como los kogui y los arhuacos—, y atravesado el gran desierto donde los wayuu viven en rancherías o pequeños asentamientos familiares.
Más allá de su potencial eólico y solar, en la región también queda Cerrejón, la mina de carbón a cielo abierto más grande de América Latina. Y sus campos de gas natural son los segundos mayores proveedores de combustible en el país.
Aunque las industrias del carbón y el gas pagan regalías al Gobierno local, la corrupción y la ineficiencia han limitado en gran medida los beneficios que llegan a la gente de La Guajira. Eso ha creado un “legado de frustraciones”, dice Weildler Guerra, un wayuu con un doctorado en antropología de la Universidad de Los Andes, con sede en Bogotá.
La tasa de pobreza en La Guajira es del 66%, la más alta del país, y la desnutrición y la falta de acceso a agua potable son problemas de larga data. La región no tiene una gran industria, y muchos wayuu dependen de sus cabras y de la venta de mochilas —coloridos bolsos tejidos— para sobrevivir.
El auge de las energías renovables ofrece una oportunidad para empezar de nuevo. Según el principio conocido como Consentimiento libre, previo e informado —derivado de un acuerdo internacional que Colombia ratificó e incluyó en su Constitución de 1991— los pueblos indígenas tienen derecho a participar en la toma de decisiones sobre nuevos proyectos de desarrollo que puedan afectar su forma de vida y tierras ancestrales. Los wayuu no tienen un solo líder o consejo; la toma de decisiones es descentralizada y ocurre a nivel de ranchería.
Por eso el GEB ha vertido tanto tiempo y esfuerzo a las reuniones. La empresa ha gastado 100.000 millones de pesos (alrededor de US$25 millones) en consultas, compensaciones a las comunidades y la solicitud de un permiso ambiental, más del doble de lo que había planeado originalmente.
En junio, la empresa alcanzó un punto clave. Firmó el último de los 235 acuerdos separados con comunidades locales, dándole así luz verde legal para comenzar la construcción de la línea de transmisión.
No obstante, no da nada por sentado tras la reciente experiencia de Enel SpA, un desarrollador energético italiano que planeaba construir un parque eólico en La Guajira. Después de firmar los acuerdos requeridos, invertir más de US$1,6 millones en proyectos comunitarios, incluidas mejoras a las escuelas y la obtención de un permiso ambiental, la división de Enel en Colombia anunció en mayo que suspendería el proyecto indefinidamente debido a obstrucciones locales, y que buscaría un comprador.
Un viernes del mes de agosto, el presidente del GEB, Juan Ricardo Ortega, se reunió en la oficina de la empresa en Riohacha (capital de La Guajira) con otros ejecutivos que volaron desde Bogotá y miembros del equipo de gestores sociales —muchos de ellos wayuu— que ayudaron a negociar los acuerdos comunitarios.
La conversación en algún momento tornó a la posibilidad de que se produzcan protestas con bloqueos de carreteras que podrían detener la construcción. Estas son comunes en La Guajira como una forma de protestar por muchas cosas, desde la falta de agua hasta las deficiencias en educación y atención médica. La gente puede bloquear la construcción para presionar a una empresa para que entregue una compensación, o si su comunidad llegó a un acuerdo pero cambió de opinión.
Según la Constitución colombiana, las comunidades no tienen derecho a vetar proyectos de desarrollo a menos que los impactos sean potencialmente mortales, tóxicos o los obliguen a reubicarse. Pero hasta ahora el Gobierno ha evitado despejar bloqueos de carreteras para permitir que avancen los proyectos de construcción.
Según Enel, los conflictos con las comunidades paralizaron el 50% de sus jornadas laborales en 2021 y 2022, y el 60% este año, lo que efectivamente imposibilita el avance.
Ha sido un tema que pesa sobre Ortega. “La lupa va a estar en cómo nos va, en si nos van a dejar o no”, dice.
Pese a que Enel desistió, otras empresas aún pretenden construir proyectos eólicos bajo un cronograma paralelo al del GEB, y así estar preparadas para comenzar a generar una vez que la línea eléctrica esté lista, lo que está previsto para fines de 2025.
La empresa de servicios públicos Empresas Públicas de Medellín (EPM) y la generadora de energía Isagen SA planean construir proyectos en la Alta Guajira. EPM tiene trayectoria en la región, habiendo construido un pequeño parque eólico como proyecto demostrativo hace 20 años. La filial colombiana del gigante energético AES Corp. espera construir un grupo de seis parques eólicos, que serían los más grandes del país, con una capacidad total de 1.100 megavatios.
“En pocos sitios en el mundo encuentras la calidad del recurso de viento que hay en La Guajira”, indica Federico Echavarría, director de AES Colombia, y agrega que el potencial solar del país es promedio. “Si Colombia quiere hacer una transición energética, necesita el viento y el sol. Pero hay que quedar claro que solo con sol no hay transición energética. Sin La Guajira no hay transición energética. Y por eso seguimos apostándole al desarrollo de La Guajira”.
Dos de los parques eólicos de AES ya cuentan con los acuerdos y permisos ambientales necesarios y por lo tanto podrían iniciar su construcción. Sin embargo, con un costo estimado de entre US$800 millones y US$1.000 millones para la primera fase de cuatro parques eólicos, Echavarría no está dispuesto a arriesgarse a comenzar hasta que haya señales claras de que la línea de transmisión del GEB será una realidad.
“Lo peor que le puede pasar a uno es construir, hacer toda esta inversión y no poder sacar la energía”, afirma.
Las empresas enfocan sus apuestas en las relaciones que vienen de tiempo atrás, contando con que les ayudarán a evitar el destino de Enel.
El GEB se ha esforzado por generar una confianza que vaya más allá de un acuerdo legal, dice Carol Varela, quien lidera el equipo de gestión social del GEB. “En esto no hay fórmulas exactas, no hay recetas perfectas”, comenta.
Aritaimana es una de las rancherías con las que el GEB llegó a un acuerdo. Carece de agua corriente y la empresa de energía se comprometió a instalar un sistema de tuberías para llevar agua desde un pozo a las pocas casas de su terreno. Sin embargo, Remedios Sierra, líder de Aritaimana, no está convencida de aceptar el proyecto.
“Estamos conectados con esta tierra, siento que es parte mía”, dice sentada a la sombra de un árbol, con un vestido tradicional bordado y un sombrero de paja. “Ya tengo que hacerme a la idea de que hay otro personaje que me va a interrumpir la relación con este pedacito de tierra” por donde pasará la línea, explica.
El idioma de los wayuu es el wayuunaiki; no todos en la comunidad hablan español. Y existen otras diferencias culturales con los alijuna, el término wayuu para referirse a las personas que no son indígenas.
Para los alijuna, el viento es un recurso a aprovechar. Pero para los wayuu los vientos son seres con personalidad, dice Guerra, el antropólogo. El viento del océano trae los peces; el viento de la tierra es caprichoso y el viento de las montañas ayuda a los agricultores a cultivar sus productos.
Cuando el GEB comenzó a discutir con las rancherías qué querían a cambio de que la línea eléctrica cruzara sus tierras, muchos pidieron a la empresa un mejor acceso al agua: mejorar los pozos donde recogen el agua lluvia, construir pozos profundos y bombas o instalar sistemas de purificación de agua. Las comunidades también pidieron más cabras para agregar a sus rebaños y mejoras en sus cementerios. Los funerales son centrales en la cultura wayuu.
Si se construyen los parques eólicos y la línea de transmisión, la electricidad no llegará a las viviendas de Aritaimana, ya que viajará a altas velocidades hacia el interior del país. La única energía en el asentamiento la proporcionan unos pequeños paneles solares que los residentes utilizan para cargar sus teléfonos móviles. Pero eso no es una prioridad en la lista de deseos de Sierra.
“No es que no nos guste”, dice Sierra, que enseña español, estudios sociales y matemáticas a los niños de la ranchería. “Pero queremos conservar nuestro alrededor”. Por la noche, la luz artificial ahuyentaría a las luciérnagas y evitaría que las cabras regresaran a casa, dijo.
Los alijuna “nunca me van a entender. Se han vuelto dependientes de la luz, por lo que no van a dejar que unos indígenas que aman la Tierra paren ese desarrollo”, afirma.
Cuando el GEB logró su último acuerdo comunitario, el número 235, la entonces ministra de Energía anunció la noticia. Ella estaba en La Guajira: el presidente Petro había traído su gabinete a la región para gobernar desde allí durante una semana, en parte para ayudar a que avanzaran los proyectos energéticos. Representantes de grupos indígenas, empresas y el Gobierno firmaron un pacto no vinculante por la transición energética justa en La Guajira.
El pacto es emblemático de la agenda social y ambiental de Petro, el primer presidente de izquierda de Colombia, quien describió el cambio climático como “la madre de todas las crisis” en un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre. Para pasar a una economía baja en carbono, su Gobierno se ha fijado el objetivo de alejar rápidamente al país de los combustibles fósiles y dejó de otorgar nuevas licencias de exploración de petróleo y gas. Petro también prometió reducir la desigualdad y defender los derechos de los indígenas. Pero le ha costado conseguir apoyo para sus reformas propuestas ante el Congreso.
La mejor manera de lograr una transición justa en La Guajira está abierta a interpretación. El GEB no ha pagado dinero directamente a las rancherías, sino que invertirá en mejoras comunitarias que solicitan. La intención de AES Colombia, que planea parques eólicos, es dar dinero de compensación a asociaciones de múltiples rancherías, que decidirán juntas cómo invertirlo. Además de ese dinero, recibirán el 4% de los ingresos por las ventas de energía, como exige la ley, y la mitad de los fondos por las ventas de certificados de reducción de emisiones vinculados al proyecto.
Las comunidades deben poder participar activamente en la generación de energía, aunque los parques eólicos no les suministren el servicio, dice María Victoria Ramírez, directora de energía eléctrica del Ministerio de Minas y Energía. Ramírez dice que el Gobierno puede ayudar a aumentar el acceso a la energía solar en el área.
“Después de años hemos entendido cómo hay que hacerlo con las comunidades: ni a espaldas de ellas, ni por encima de ellas”, dice Ramírez. “Es sentarse con las comunidades y conversar. Si ven el beneficio para ellos, van a participar. Lo que no puede pasar es que en este boom de las energías renovables ellos vuelvan a quedar excluidos”.
José Vega, investigador asociado del Instituto Ambiental de Estocolmo, una organización sin ánimo de lucro, ha estudiado la transición energética en La Guajira y dice que es demasiado pronto para saber si los proyectos tendrán éxito o si las comunidades se beneficiarán de manera equitativa.
“Uno de los determinantes principales de la aceptación social de los proyectos es beneficios tangibles para las comunidades locales”, dice Vega. “Eso se traducirá en megavatios”.
Egal, una empresa de energía renovable con sede en Cartagena, Colombia, dejó de lado planes para construir parques eólicos en La Guajira hace cuatro años luego de darse cuenta de las dificultades sociales que enfrentaban los proyectos, comenta Iván Martínez, director ejecutivo de la empresa. Pero luego de ver el éxito del GEB con los acuerdos, ha decidido reiniciar algunos proyectos o comprar otros que están más avanzados.
Bajo la perspectiva de Martínez, el recurso eólico de La Guajira es tan grande que no es cuestión de si se realizarán proyectos eólicos allí, sino de cuándo se realizarán.
“La pregunta del millón que todos nos hacemos es qué tan rápido va a llegar ese futuro grandioso de la energía renovable en La Guajira”, indica Martínez. Está dispuesto a apostar que la respuesta es “ya mismo”.
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