Todavía es oscuro cuando Gunter Yandari, del pueblo Kandozi, navega en chalupa el río Pastaza hasta el lago Rimachi, en las profundidades de la Amazonía peruana, donde todas las noches, sin excepción, exhibe con destreza sus añagazas para capturar los peces que dan de comer a su familia.
Lanza al agua dulce una red de malla ancha. Con ella cerca un espacio circular y lo agita desde su canoa para hacer mover a los peces y atraparlos.
El mismo ritual replican los pescadores artesanales de Musa Karusha y San Fernando, dos comunidades indígenas Kandozi que se extienden en el Abanico del Pastaza, un gigantesco complejo de humedales de más de 3.8 millones de hectáreas de bosques inundables, pantanos, ríos y lagos, en la provincia del Datem del Marañón, en la selvática región de Loreto.
“Tenemos un plan de trabajo y hemos hecho un acuerdo con las comunidades de pescadores de no utilizar malla pequeña para no acabar con nuestras especies. Antes se echaban venenos, pero esto ya lo hemos prohibido totalmente”, declaró a Efe Yandari, quien preside la asociación de pescadores artesanales de Musa Karusha.
Este pacto vino impulsado por el fondo ambiental Profonanpe, que ayudó a estas comunidades pesqueras a tener el aval de las autoridades regionales para el aprovechamiento de los peces y capacitó a los pescadores con técnicas que mejoran la productividad de su bionegocio y, al mismo tiempo, garantizan la conservación del medioambiente.
De la guerra a mallas anchas
“Antes no había una conciencia pesquera, no había buenas prácticas y todo era una guerra. Si pasaba el mijano (migración masiva de peces amazónicos) por acá, utilizaban redes de todos los tamaños, usaban dinamitas, incluso en algunos lugares donde no hay mucha corriente usaban barbasco (veneno)”, explicó a Efe Manuel Soplín, biólogo de Profonanpe.
Con el uso de estos productos químicos, las comunidades “tenían pescado con gran facilidad, pero no estaba en condiciones de poderse vender en el mercado”, completó Miguel Alva, especialista en recursos naturales.
Ahora, con las mallas anchas, agregó, “mejora la productividad porque no se mata toda la pesca” y, además, se asegura la supervivencia y la reproducción de las especies porque los peces que se capturan tienen, como mínimo, entre 20 y 30 centímetros de largo.
Y, sobre todo, las nuevas técnicas ayudan a frenar el deterioro progresivo que vienen sufriendo los humedales amazónicos, tanto por su uso insostenible como por la desecación, la contaminación y las amenazas de especies invasoras.
Así, se busca conservar los exclusivos ecosistemas que alberga el Abanico del Pastaza, el humedal de importancia internacional más grande de la Amazonía peruana, declarado zona prioritaria de conservación por su alto valor de almacenamiento de carbono.
Se estima que, en este rincón de la selva amazónica, las cuencas de los ríos Pastaza y Marañón atesoran unas 3,000 millones de toneladas de carbono, lo que equivale al 2.7 % de las reservas de carbono de las turberas tropicales de todo el planeta.
De talar a escalar aguajes
Más allá de la pesca, Profonanpe también impulsó en la zona el bionegocio de los aguajes, las palmeras amazónicas que crecen en los humedales y de las que se extrae un pequeño fruto de cáscara color vinotinto y pulpa carnosa que se consume en helados, pasteles, cócteles e incluso se usa en la industria cosmética.
En concreto, este fondo ambiental ayudó a la comunidad Recreo, donde viven indígenas Quechua, a obtener el permiso del aprovechamiento del aguaje y dotó a los pobladores con una nueva tecnología de escalamiento, que no solo es hasta tres veces más rentable y segura, sino también más amigable con el medioambiente.
Antes, cuando había demanda de aguajes, los comuneros de Recreo subían con sogas hasta la cima de las palmeras para cortar el racimo y dejar caer los frutos o talaban directamente los árboles, que demoraban entre 20 y 30 años en volver a crecer.
“Ahora, con el nuevo mecanismo de escalamiento, no suben a soga. La tecnología incluye arneses y así suben más rápido, es más seguro y productivo. Con este sistema suben 30 palmeras al día y antes solo 10”, explicó a Efe Ilich Santillán, especialista en aguaje de Profonanpe.
Una palmera, de promedio, produce ocho racimos y de cada uno salen aproximadamente 40 kilos de aguajes, unos 725 frutos, que luego se venden al mercado del poblado de San Lorenzo, capital del Datem del Marañón.
Pero más allá de los hitos económicos, este bionegocio busca también contrabalancear la deforestación de los aguajes, esenciales para mitigar los efectos del cambio climático por almacenar más de 600 toneladas de dióxido de carbono por hectárea.