Justina Flores abre la puerta de su cabaña y apenas puede ver unos metros más allá por la densa niebla del invierno que cubre la cima de una colina de la capital de Perú, una de las ciudades más secas del mundo y donde más de un millón de personas no tienen agua potable.
Ese manto blanco de gotas microscópicas provoca que la ropa lavada demore varios días en secarse, pero en contraparte brinda un poco de agua a 20,000 personas que la obtienen atrapando la niebla en paneles cubiertos con redes de polietileno que van por una tubería hacia un tanque colector.
“Es un milagro, no pensábamos que íbamos a sacar agua”, dijo Flores, de 49 años, que vive en un cerro sin árboles en la segunda ciudad más grande del mundo construida en un desierto después de El Cairo. La mujer comentó que un panel de 20 metros cuadrados puede captar 200 litros en un día y que sirve al menos para cocinar una olla comunitaria que alimenta a 60 vecinos.
A diferencia de la capital de Egipto que tiene al río Nilo como proveedor de vida, Lima, de 11 millones de habitantes, sufre de escasez porque su río clave, el Rímac, tiene poca agua y lo compensa con líquido que inyecta de 21 lagunas desde otra región en los Andes y de 400 pozos subterráneos.
El 93% de los habitantes de Lima tienen conexión domiciliaria de agua. No es el caso de Flores ni de los más de 1.2 millones de habitantes de la capital que sufren por conseguir agua cada día.
Desde que empezó la pandemia las autoridades empezaron a entregar agua en más de 300 camiones cisterna cada dos semanas a los más de 3,000 pueblos sin el vital líquido de Lima. El barrio de Flores es demasiado elevado como para que trepen los viejos camiones y abastezcan a todos e incluso cuando se estiran los 50 metros de tubería que tienen las cisternas no llegan hasta su vecindario.
Ella baja y junta lo que puede en recipientes y vuelve a subir más de 60 escalones cargando dos baldes de 15 litros cada uno. Y en ese momento, cuando le duelen la espalda y los brazos, la niebla se convierte en una bendición.
La empresa estatal del agua en Lima enfrenta un enorme desafío para construir conexiones en zonas tan elevadas e inaccesibles como el barrio de Flores. Según datos oficiales, en ocasiones colocar una sola conexión a una casa puede costar US$ 35,000. “Hay zonas donde para construir un reservorio en un cerro se tuvo que llevar maquinaria en helicóptero porque era más barato que hacer una carretera por donde transportar la maquinaria”, dijo Jorge Poma, un ingeniero experto que fue asesor de la alta gerencia de la empresa que brinda agua a la capital.
En promedio convertir en realidad el sueño de tener agua en un grifo dentro de casa puede durar siete años y hay zonas de Lima donde esperan hace medio siglo pese a los reiterados pedidos.
“En este lugar es casi imposible que Sedapal (la empresa de agua en Lima) pueda traer agua potable para consumo humano y si lo hacen será en muchos años en 10, 15, 20 años o hasta en 50 años”, dijo Abel Cruz, presidente de la organización no gubernamental Movimiento Peruanos sin agua, parado cerca de la casa de Flores y cuya organización ha impulsado la difusión de los atrapanieblas en todo el país.
Como la niebla impide el secado natural de la ropa que Flores y sus vecinos cuelgan en cordeles, adquiere mal olor. En ocasiones ella carga un recipiente donde lleva sus prendas a lavar y secar en la casa de un familiar en las zonas bajas, donde el sol sale con más frecuencia. “Estar cargando agua, pidiendo agua, es lo peor”, manifestó.
Desde que empezó la pandemia de COVID-19 -que ha matado a casi 200,000 personas en Perú-, los vecinos con empleo fijo son escasos en el barrio de Flores. Algunos con trabajos temporales cruzan un muro cercano de 10 kilómetros de largo que los separa de una zona rica con mansiones, automóviles de lujo, guardias, piscinas y árboles. Los hombres laboran de jardineros y las mujeres de mucamas.
Flores trabajó en una de esas casas donde el agua está disponible las 24 horas con “sólo aplastar un botón”. “Una puede ducharse en cualquier momento, lavar los platos sin mucho esfuerzo o regar las plantas del jardín con mangueras”, dijo. “Se siente una libertad y un alivio enorme”, añadió con amargura al compararlo con su vida marcada por la escasez de agua y el fastidio de la niebla.
La mujer que habla el idioma indígena quechua y llegó de los Andes a los 8 años para trabajar de mucama, aprendió a hablar español obligada por los insultos de su patrona. “La verdad yo siento envidia que tengan agua otra gente, duele ver a tus vecinos estar sin agua, sucios, andando dos, tres días con la misma ropa para poder ahorrarnos, porque como ve aquí no se seca la ropa”, añadió como si hablara consigo misma mientras un grupo de perros se atacaban entre sí a mordiscones.
Relató que junto a su marido e hijo decidieron vivir en la zona más alta e inhabitada del cerro porque no tenían dinero para alquilar un cuarto en una zona baja de la ciudad. Invadió la tierra que ahora posee como miles lo han hecho en los últimos 60 años en Perú, sin planificación y en medio del desinterés de las autoridades por ofrecer opciones de vivienda adecuada a la clase trabajadora.
“Prefiero el agua que la luz, prefiero estar con una vela, no importa la oscuridad, la necesidad es el agua”, manifestó.