Asociado Senior del Área Penal del Estudio Benites, Vargas y Ugaz
Es extraño escribir un artículo cuestionando la derogación de un delito en los tiempos de “la expansión del Derecho Penal”. Para nadie es un secreto que nuestra legislación se viene llenando hace años de delitos que nunca debieron pasar de ser infracciones administrativas, en especial en el ámbito del Derecho Penal Económico. En ocasiones esta nefasta equiparación contó con la venia incluso de nuestra Corte Suprema, y es por eso que el discurso contra la criminalización de conductas que podrían perfectamente sancionarse en el ámbito extrapenal, tan recurrente en la literatura especializada, se encuentra plenamente justificado.
Pero ese discurso nunca avaló la derogación de cualquier tipo penal solo por el hecho de que existieran infracciones administrativas que sancionaban conductas similares. Un delito se deroga porque la percepción social actual indica que la conducta que prohibía ya no resulta lesiva, o al menos ya no tanto como para merecer la intervención del Derecho Penal.
¿Se cumplía esta condición cuándo se tomó la decisión de derogar el delito de acaparamiento (art. 233º CP), en junio del 2008? Ahora que las personas no pueden acudir a otros distritos a comprar bienes cuyo valor sube de forma innegable, y las cajas de mascarillas pueden llegar a costar 600 soles en algunos puntos de Lima, la pregunta parece más pertinente que nunca.
Lo primero que hay que notar es que la norma derogatoria no fue una Ley, sino un Decreto Legislativo (el 1034) firmado por el ex - presidente García, en el marco del otorgamiento de facultades para adecuar la legislación nacional al TLC con los Estados Unidos. No hubo debate en el Pleno del Congreso. Sí existió una exposición de motivos -disponible hasta el día de hoy a través del SPIJ-, en cuyas páginas 8 y 51 se aprecian tres argumentos para justificar lo que se hizo.
El problema es que ninguno tiene un mínimo de razonabilidad, y alguno hasta destaca por su carácter cuasi fantasioso. El primero sostiene que la derogación era recomendable porque no se había procesado a nadie jamás por ese delito, a junio del 2008. No obstante, lo mismo podría decirse de muchos otros delitos en el Código Penal, sin que eso haya llevado al legislador a considerar derogarlos. ¿Deberíamos derogar el delito de genocidio porque nunca se ha procesado a nadie por él? La respuesta es evidente. La utilidad de un tipo penal no depende solo de las veces que se aplicó.
El argumento es especialmente malo en este caso, además, porque el propio sentido del tipo penal de acaparamiento supone que el delito no se aplique en condiciones en las que el mercado funciona con normalidad. Como lo señalaban al menos desde el 2000 autores como Abanto Vasquez, el delito está diseñado para operar exclusivamente en tiempos de crisis y/o calamidad, esto es, situaciones donde las leyes de la oferta y la demanda no funcionan correctamente. Situaciones como la que estamos viviendo hoy.
Esto se debe a que resulta virtualmente imposible que cualquier comerciante pueda hacer un intento viable de encarecer los productos que vende acaparando y sustrayendo del mercado los mismos, en un escenario en el que los compradores pueden adquirirlos libremente y sin mayor esfuerzo de otro proveedor. En consecuencia, era absolutamente normal que no hubiese casos de procesamiento por este tipo penal a junio del 2008: el Perú no había experimentado situaciones de crisis de esa magnitud desde el primer gobierno del propio García.
El segundo argumento es aún más forzado. Se asumió que los procesos penales por este delito podrían usarse deliberadamente con el fin de bloquear los procedimientos administrativo-sancionadores por la infracción que sancionaba el acaparamiento, para lo cual el investigado supuestamente se haría denunciar por un cómplice en la vía penal, y luego invocaría la regla de non bis in idem. Para empezar, no se entiende por qué alguien preferiría el procedimiento penal al administrativo cuando el primero es mucho más estigmatizador y permite la inhabilitación (art. 39º CP).
No se citan casos donde se haya detectado esta maniobra entorpecedora, solo la mera sospecha. Más importante aún: la tendencia de la jurisprudencia en nuestro país siempre ha sido admitir ambas sanciones por tener un fundamento distinto, por lo que un escenario como el planteado siempre fue improbable.
La coexistencia de sanciones administrativas y penales para conductas similares debería resolverse interpretando la norma penal de manera que su contenido jamás pueda ser el mismo que el de la infracción administrativa (por ejemplo, entendiendo que se requiere un factor de peligro concreto para la configuración del tipo penal), y sobre todo, verificando si el fin de protección de la norma perseguido por la infracción administrativa no se encuentra ya cubierto por la sanción penal–con lo cual la eventual suspensión del procedimiento administrativo terminaría siendo irrelevante-. En función a eso, debe decidirse si se aplican ambas o solo una. No hace falta derogar nada.
El último argumento tampoco resiste mayor análisis. En una economía social de mercado por supuesto que se puede criminalizar el acaparamiento de bienes, si es que esta conducta se produce en un contexto en el que el mercado no funciona regularmente. El concepto mismo de “economía social de mercado” supone compatibilizar la actividad económica con los intereses y las políticas sociales que, como es sabido, son especialmente relevantes en situaciones de catástrofe o grave calamidad. En dicho contexto el Estado puede intervenir en la economía (por ejemplo, estableciendo qué bienes son de primera necesidad y cuánto pueden llegar a costar) incluso mediante sanciones penales.
Ahora bien, en mayo del 2017 el Congreso intentó reestablecer el delito de acaparamiento mediante el Proyecto de Ley 1173/2016-CR (y acumulados), con la siguiente redacción:
“El que acapara o de cualquier manera sustrae del mercado bienes o servicios de primera necesidad, contenidos en los decretos supremos mediante los cuales se declara el estado de emergencia por desastres, con el fin de alterar los precios, provocar escasez u obtener lucro indebido en perjuicio de la colectividad, en el ámbito geográfico de la referida declaratoria, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de tres ni mayor de seis años y de ciento ochenta a trescientos sesenta y cinco días-multa.
Si el acaparamiento se comete abusando de la posición de dominio en el mercado o realizado prácticas colusorias, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de cuatro ni mayor de ocho años y con noventa a ciento ochenta días-multa”.
El proyecto fue observado ese mismo mes por el Ejecutivo (Oficio 133-2017-PR) quien hizo suyos los reparos que Indecopi planteó, y que eran básicamente los siguientes: i)la redacción del tipo no deja claro cuándo el acaparamiento tiene capacidad para generar escasez y obtener lucro indebido ii) no es posible sancionar un caso de acaparamiento como de abuso de posición de dominio bajo la normativa actual de libre competencia, ya que no se produce el efecto exclusorio que caracteriza al segundo.
Sobre lo primero, conviene recordar que este delito protege un bien jurídico colectivo como es “el interés de los consumidores”, por lo que afectación al mismo ocasionada por una conducta individual no puede ser corroborada ni percibida con facilidad. De ahí que debería bastar con la realización de la conducta de acaparamiento de un bien en un contexto de crisis o calamidad para aceptar al menos la puesta en riesgo del bien jurídico, siempre que se haga con el fin de generar escasez y obtener lucro indebido. Basta con perseguir esa finalidad, no se requiere conseguirla.
La segunda observación al proyecto es más certera. Mezclar el abuso de posición de dominio con el acaparamiento no parece una buena idea. El abuso de posición de dominio tiene requisitos distintos y su compatibilidad con la figura del acaparamiento es cuando menos dudosa. No en vano estaba recogido en otro tipo penal en la versión original del Código (art. 232º CP). En todo caso, al tratarse de una circunstancia agravante su eventual exclusión no resulta determinante.
Finalmente, es adecuado notar también que no está para nada claro qué puede entenderse por “servicios de primera necesidad”. Haciendo un gran esfuerzo interpretativo podrían incluirse en esta noción quizás los servicios prestados por las funerarias, o los de cuidado de adultos mayores, pero no está para nada claro. El ejecutivo tendría que definir cuáles son, al igual que con los bienes de primera necesidad. La versión original del delito no contaba con este concepto, que parece ser otra innovación prescindible.
Por todo lo dicho, es sensato considerar reinstaurar el acaparamiento como delito, teniendo en cuenta sobre todo que se trata de un tipo penal necesario en circunstancias extraordinarias, en las que ni él ni el mercado pueden encargarse de eso, y considerando las observaciones al proyecto mencionadas. Alguien ya calificó la derogación como inexplicable. Yo añadiría que a veces es todo un misterio saber cómo la ley penal peruana, tan rígida con cierto tipo de criminalidad, es a la vez tan generosa con otras.
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