Internacionalista
Mientras la fragmentación hemisférica no revierte a pesar de la pretensión consensual de Lula en Sudamérica, los presidentes de México y Colombia agravan el riesgo insistiendo en ilegitimar al Gobierno del Perú.
En el caso de López Obrador, esa arbitrariedad es consistente con el juego sucio que practica en política exterior.
En efecto, luego de que en la cumbre del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan) de enero pasado este declarara que su vinculación con EE.UU. y Canadá se sustenta en “valores y prioridades” comunes, López procedió a condecorar al presidente de Cuba elogiando la resistencia de la dictadura caribeña a la agresión imperialista y proponiendo, en La Habana, el cambio del sistema interamericano por otro sin “lacayos”.
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Con base en esta conducta ambidiestra, López se ha sumado a la demolición del consenso liberal en Latinoamérica que encabezan Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
En efecto, antes de sabotear a la Alianza del Pacífico, recibió como héroe al dictador Maduro, guardó explícito silencio frente a la escandalosa violación de derechos humanos en Nicaragua y brindó resguardo al connotado líder plurinacional boliviano.
Ahora el Perú debe lidiar con otra contorsión del populista mexicano: su perturbada intención de paralizar la relación económica bilateral se ha sumado a la vulneración de la doctrina Estada, uno de los pilares de su política exterior en el siglo XX.
Sin tener en cuenta que tal pretensión atenta contra las libertades de los agentes económicos de su propio país (cuyos gremios acaban de manifestar su protesta) y los beneficios que, asimétricamente, estos obtienen en su relación con el Perú, López no ha tomado nota de las consecuencias de ese despropósito. A la quiebra de acuerdos comerciales y de inversión internacionales regidos por la OMC, la Asociación Latinoamericana de Integración(Aladi) y otros se sumaría el cuestionamiento de México en la OCDE como economía abierta al margen del que ya padece como sujeto que violenta la Convención de Viena sobre tratados.
Esos pasivos se agregan a la erosión por el presidente de México de un pilar de su política exterior: la doctrina Estrada. Si bien el principio de no intervención –que está en la base de esa doctrina– se ha relativizado con la evolución de la interdependencia y de la nueva problemática global, esa doctrina cuestiona el reconocimiento explícito de los gobiernos. El desconocimiento expreso del Gobierno de la presidenta Boluarte y la defensa de Castillo vulnera frontalmente ese baluarte de la política exterior mexicana.
Si la persistencia de Petro es parte del mismo empeño desestabilizador de López Obrador, la reciente convocatoria por Brasil para retomar el diálogo sudamericano puede ser útil. Pero no para refundar la Unasur, ni para legitimar a la dictadura de Maduro (que Lula ha defendido), ni para replantear una zona de influencia brasileña, sino para establecer bases elementales de mitigación de obstáculos en la región que atenúen la desconfianza en América Latina tan marginada hoy de la evolución del sistema internacional.
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