Escribe: Enzo Defilippi, profesor de la UP
Érase una vez un gran país sudamericano. Una hermosa tierra del sol, rica en minerales, que alguna vez había albergado un gran imperio.
Si bien este país nunca había sido unido, educado o justo, hace 50 años sus niveles de vida eran superiores a los de sus vecinos. Este hecho, sin embargo, escondía una terrible realidad: muchos compatriotas habían sido excluidos del progreso. Sus niveles de educación, salud y consumo eran pobrísimos. Algo debía hacerse.
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Lamentablemente, un escaso entendimiento de las causas de la pobreza hizo que a este país lo gobernaran presidentes con ideas malísimas. El Estado creció, creció y creció, y como consecuencia, el sector privado, que debía mantenerlo, se achicó, achicó y achicó. Esto hizo que los niveles de educación, salud y consumo de los compatriotas excluidos pasaran de pobrísimos a paupérrimos. La frustración hizo que sus ciudadanos empezaran a matarse a punta de atentados y coches bomba.
En 1990, este gran país sudamericano estaba a punto de ser un Estado fallido. Durante los cinco años anteriores, la tasa de desnutrición aguda había aumentado en 56%, la mortalidad infantil era similar a la de los países africanos más pobres, el número de hogares por debajo de la línea de pobreza había aumentado de 17% a 44%, y el número de víctimas del terrorismo se había duplicado. Emigrar se convirtió en la obsesión de los jóvenes.
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Pero a partir de entonces, las cosas empezaron a cambiar. La lección había sido durísima, pero los ciudadanos de este gran país sudamericano parecían haber entendido que la riqueza y el empleo se crean con inversión privada, que el Estado es un pésimo gestor, y, sobre todo, que cuando los gobernantes deciden gastar por encima de lo que el Estado puede recaudar (cuando se produce eso que los economistas llamamos “déficit fiscal”), se convierten en el enemigo de la población. En especial, de los más pobres, quienes son los que más dependen de los servicios públicos.
Por eso, cuando salió elegido un presidente con muy malas maneras democráticas pero muy pragmático, la población lo apoyó a pesar de los sacrificios que demandó. Sus políticas, basadas en austeridad fiscal y promoción a la inversión privada, fueron tan exitosas que sus sucesores no se atrevieron a cambiarlas.
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El sacrificio de tantos dio finalmente frutos. A partir del 2005, los precios de los minerales que exportaba este gran país sudamericano aumentaron como nunca, lo que generó niveles de inversión jamás vistos. Prácticamente todos los indicadores importantes de desarrollo mejoraron: empleo, ingresos, mortalidad infantil, educación, pobreza, etc.
Hoy, sin embargo, gobiernan a este gran país congresistas irresponsables que no cesan de dar leyes que reducen los ingresos del Estado, y una presidenta y ministros dispuestos a sacrificar el bienestar de los ciudadanos por mantenerse un día más en el poder. Como resultado, el déficit fiscal se encuentra, nuevamente, por lo cielos.
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Érase una vez un gran país sudamericano, cuyos ciudadanos olvidaron su historia.
Profesor de la Universidad del Pacífico. Exviceministro de Economía.
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