La violencia es injustificable. Quemar un aeropuerto, las maquinarias de una operación minera o un auto de la Policía con un oficial adentro no se enmarcan dentro de un legítimo derecho de protesta. Y frente a las decenas de fallecidos por la represión de las protestas y los actos vandálicos —cada vez más los segundos que los primeros—, no es insensible hacer un recuento económico de las pérdidas, porque estas afectan a todos los peruanos, sobre todo a los que menos tienen.
Si todavía existe un reclamo social justo detrás de las protestas, la destrucción de infraestructura pública y privada, y el bloqueo de las carreteras no hacen sino recrudecer la pobreza de aquellos a quienes la izquierda — progre y radical— engaña con el cuento de que una Asamblea Constituyente es la solución a sus problemas.
La portada de Gestión del viernes pone sobre la mesa un ejemplo irrefutable: “La cadena de pagos empieza a romperse en el sur del país”. No vamos a comparar las muertes con el hecho de que una madre o un padre —y sus familias— no tengan qué comer hoy porque no pueden salir a trabajar. Pero aquí también hay víctimas, y es una población extensa que sufre alrededor de los focos de violencia. Vayamos a las cifras concretas: seis de los 17 millones de trabajadores en el Perú obtienen sus ingresos al día o a la semana, y ocho de cada diez de ellos son informales. El riesgo de que les corten los pagos, los echen o los dejen sin trabajo hasta nuevo aviso, ante la inmovilidad de los negocios, es altísimo, y la cadena —no es una metáfora— siempre se rompe por el lado más frágil.
Por eso se evitó que se rompiera en la pandemia, porque implica una sucesión de quiebras y una irreparable pérdida de empleos. Piense en un restaurante que ve paralizadas sus operaciones, se le acaba la caja, recorta personal, le deja de pagar a sus proveedores de insumos y estos, a su vez, a los agricultores del campo con los que trabaja. Resisten menos los últimos, y esa es la realidad que esconden los números fríos: la traducción cruda y palpable de los S/ 500 mil y las 1,200 reservas que pierden cada día los hoteles de Cusco, o la cancelación del 85% de paquetes turísticos reservados ahí para los próximos tres meses, según los gremios. Tardaremos en recuperar una imagen confiable como destino turístico, y no son los violentistas los que, lamentablemente, pagarán las cuentas.
Lo harán quienes reclaman olvido y desamparo, que son los que más creen en la idea de que el modelo económico no funciona. Lo cierto es que, entre el 2004 y el 2019 —hasta antes de la pandemia—, la pobreza monetaria cayó de 59% a 20%. Que quede mucho por hacer nadie lo niega. Tampoco que la deuda es el bienestar: que todos tengamos acceso a los servicios básicos, a salud y educación de calidad y, con ello, a la inclusión. ¿La salida, entonces, es una nueva constitución? no, estos derechos están escritos en la Constitución actual. Y la reducción de la pobreza monetaria solo recuperará su ritmo con el crecimiento que el modelo económico nos permite. A la minería ilegal y al narcotráfico —que financian la violencia—,les conviene la anarquía. Al resto de peruanos, no.
A la minería ilegal y al narcotráfico —que financian la violencia—, les conviene la anarquía. Al resto de peruanos, no.
LEA TAMBIÉN: Perea: “Conflictividad que vive Perú afectará más al crecimiento que a inflación”
LEA TAMBIÉN: Impulso y Con Punche Perú tendrían impacto acotado mientras reformas no arrancan