Lo que no caminó a igual ritmo fue, por un lado,  el “Estado”: ese ente sobre dimensionado, abstracto y lleno de desconfianza hacia los ciudadanos, señala María Isabel León, presidenta de Confiep. (Foto: GEC)
Lo que no caminó a igual ritmo fue, por un lado, el “Estado”: ese ente sobre dimensionado, abstracto y lleno de desconfianza hacia los ciudadanos, señala María Isabel León, presidenta de Confiep. (Foto: GEC)

Presidenta de la Confiep

Tratar de imaginar cómo sería el Perú o cómo quisiera que lo fuera, dentro de 30 años, es un ejercicio difícil. Soñando con esta propuesta, ambiciosa y surrealista, me imagino un país con cerca de 40 millones de habitantes logrando vivir en un ambiente seguro, aportando cada uno su mejor esfuerzo para lograr desarrollo pleno y bienestar.

Un país en el que los ciudadanos gozan de todas las libertades contenidas en la Constitución, que pueden crear, innovar, emprender, construir, contribuir con esfuerzo, diligencia, transparencia, orden, respeto, libertad y buena fe. Ciudadanos en un entorno cada vez más tecnológico, transitando la cuarta revolución industrial.

Me imagino un nuevo liderazgo de Estado, con ciudadanos empoderados, capaces de generar productividad y regulación mínima, razonable, lógica y pertinente, que permita a los demás realizar sus actividades libremente, en condiciones de igualdad, razonabilidad y estabilidad, utilizando los dineros de los contribuyentes para invertirlos con responsabilidad en servicios públicos de calidad: agua, desagüe, electricidad, transporte seguro, servicios de salud y educación para todos; ciudadanos conscientes de sus deberes y derechos, esforzándose por emprender o por aportar en emprendimientos visionarios.

Despertando a la realidad, compruebo que nos tomó 30 años reconstruir el desastre en el que quedó sumido nuestro país después de una larga dictadura militar de 12 años, en la que teníamos “cero” reservas internacionales, inflación de 4 dígitos, gran déficit fiscal, pobreza elevada y una foto de atraso y pérdida de fondos públicos cercana a los 18 mil millones de dólares causada por una aventura empresarial-estatal que no funcionó.

Treinta años nos costó entender que el sector privado, conformado por los peruanos que emprendemos y llevamos adelante proyectos de todo tamaño, somos los que sostenemos las finanzas públicas y promovemos el crecimiento del país.

Lo que no caminó a igual ritmo fue, por un lado, el “Estado”: ese ente sobre dimensionado, abstracto y lleno de desconfianza hacia los ciudadanos, generador de trabas, sobre regulación, corrupto, ensanchado e incapaz de redistribuir la riqueza generada desde los contribuyentes, creando malestar e inequidad, sobre todo en los sectores más deprimidos y vulnerables del país, añadiendo a esto la perdida de valores, respeto y sensibilidad de muchos y, por otro lado, la informalidad: ese otro espacio desdibujado, entre lo blanco y negro, donde más del 70% de la población que ofrece su talento a los emprendimientos de otros, lo hace sin contribuir al fondo de redistribución de riqueza común y sin protección y seguridad.

¿Qué hacer? ¿Seguir soñando con un país mejor? O quizá, pisar tierra y pensar en que llegó la hora de que más peruanos de buena fe, decidan de una vez por todas asumir ese nuevo liderazgo y cambiar el concepto y utilidad común del Estado y convertirlo en un verdadero ente que combine las libertades de todos y la obligación de contribuir con el bienestar común.