Si la estanflación es el resultado de la simultánea falta de crecimiento económico y del incremento de la inflación, el diagnóstico de la CEPAL sobre el carácter y el desempeño de la economía latinoamericana para este año destacando ambas tendencias, ubica a la región en las proximidades de ese patibulario escenario.
Pero, a diferencia de Roubini, quien advierte al mundo de la “formación de una tormenta” con esas características, la dimensión burocrática de la CEPAL parece obligarla a negarse a definir el peligro de estanflación que corresponde a su propio diagnóstico. De la misma manera procede el FMI que, al señalar la misma problemática, prefiere no definirla limitándose a no mentir estadísticamente y a indicar que América Latina “confronta riesgos inusualmente altos”.
En efecto, con un crecimiento regional proyectado de sólo 2.1% para este año (bien por debajo del ya castigado 4.9% mundial -el FMI lo establece en 3.6% cayendo de 6.1% en 2021- en el que las economías desarrolladas crecerán 4.2% y 5.1% las emergentes) la región no sólo parece haber perdido el paso de la disminuida perfomance global y la de sus pares, sino que carece de la capacidad de recuperar los niveles de crecimiento pre-pandemia hasta el 2025, por lo menos.
La gravedad de esta situación se complementa con un pronóstico inflacionario de 8.7% para las economías emergentes (5.7% para las desarrolladas, la más alta en 40 años en dos motores de la economía global: Estados unidos y la Unión Europea -FMI-). Peor aún, la inflación global será “persistente” (es decir, de largo plazo) y, por tanto, será una realidad con la que los latinoamericanos deberemos sufrir en el futuro próximo (la inflación de 2021 fue 7.1% en la región, CEPAL).
Como es evidente, éste es un grave problema estructural sobre el que las economías latinoamericanas no tienen mayor control. Especialmente porque, luego de la pandemia, la razón principal del repunte inflacionario es la guerra de agresión rusa contra Ucrania cuyo término no tiene límite a la vista (es más, se está escalando con la persistencia de los objetivos rusos, el incremento de la capacidad militar aportada por la OTAN y el riesgo creciente de un empuje nuclear o de otras armas de destrucción masiva).
Pero el peligro en que nos encontramos es aún más complejo. A las variables de inflación y falta de crecimiento se suma la fuerte disminución del comercio global de 10.8% en 2021 a 4.7% en 2022 mientras la CEPAL estima que el incremento de los precios de las materias primas (que el Perú está desperdiciado) se estabilice el próximo año restando ingresos por ventas de minerales.
Esa realidad será difícil de superar no sólo porque la demanda externa puede no crecer lo suficiente sino porque la inversión en la región ha seguido un curso decreciente desde el 2008. En términos del PBI, la inversión en América Latina representa hoy apenas 19.5%, algo menos de la mitad de la que ocurre en las economías emergentes (33.2%) y bien por debajo del promedio mundial (26.8%) mientras que la brecha de productividad laboral (en relación a Estados Unidos) no hace más que ampliarse.
Ello ocurre mientras la tasa de formación bruta de capital viene cayendo desde el 2010 por lo menos mientras que la deuda externa se incrementa a cerca de US$ 350 mil millones (en el Perú esa relación, con menor carga de endeudamiento, aún está bajo control).
Como consecuencia la recuperación del empleo es extremadamente lenta en el área (30% de los empleos perdidos en el 2020 -la pandemia- no se han recuperado en 2021) según la CEPAL. Y por tanto el malestar social es creciente.
En este marco, en que el consumo interno deviene en casi el único factor de crecimiento mientras las exportaciones no son aprovechadas en todo su potencial en la región, las remesas adquieren mayor valor que una simple transferencia.
En consecuencia, si la brecha de desarrollo entre las economías latinoamericanas y las desarrolladas es creciente, la capacidad de recuperación es menor, las exportaciones no se diversifican ni se aprovechan adecuadamente y la inversión no fluye mientras la inflación crece y el crecimiento se estanca, la región no sólo agrega inmenso riesgo a su futuro cercano. También revierte hacia una mayor dependencia como en los viejos tiempos en un escenario de creciente fragmentación global, de desinstitucionalización del orden y de fuerte pérdida de confianza entre lo Estados y los agentes económicos.
Si el Perú no tiene capacidades suficientes para cambiar las fuerzas económicas que lo atrapan, sí pude intentar atenuar su vulnerabilidad disminuyendo su grado de exposición al embate externo, gestionar mejor la complejidad de un ambiente disfuncional y hostil, incrementar su capacidad de recuperación y disminuir los términos de su desinserción.
Pero para ello se requiere de instituciones eficientes y de un liderazgo político responsable, efectivamente alerta a los riesgos y adecuadamente arraigado; de un sector privado predispuesto a contribuir a sanear el cuadro macroeconómico mientras mejora el microeconómico; y de una gestión externa capaz de lograr cooperación efectiva y razonable (p.e. mejorar el acceso a los Derechos Especiales de Giro) y de procurar integración regional real basada en intereses coincidentes antes que ideológicos .
Ello es opuesto a la generación de morosas expectativas como las que prometen la afluencia masiva de inversión extranjera que escapa de países en guerra (Rusia) (o huye de medidas coercitivas -China-). Y también contrario a gobiernos incapaces indispuestos a tomar nota de la realidad y de admitir ayuda ilustrada.
Ningún Estado puede sacrificar su sobrevivencia al abuso de reglas de apariencia democrática y menos a persistir en manos de un gobierno que, en circunstancias límite, disuelve sin reparos lo que queda del bien público y de la organización social a la que se debe.