HACER PERÚ / PUCP
Durante el año pasado y los primeros meses de este año el Perú registró sus mejores términos de intercambio y precios de exportaciones en cincuenta años. Ello sumado a condiciones de financiamiento externo (aún) benignas. Un entorno externo así de favorable ha generado booms de inversión privada y crecimiento económico en múltiples episodios en nuestra historia moderna.
A pesar de esto, la tendencia a la baja y las perspectivas de estas variables y, por tanto, de (calidad de) empleo y reducción de pobreza, entre otras determinantes para el bienestar de los peruanos, son poco favorables. Las razones para esta situación tan absurda -boom externo e inversión deprimida- son conocidas, pero es oportuno recordarlas.
El principal factor es un gobierno que de la boca para afuera afirma preocuparse por los pobres y marginados del Perú, pero cuyas acciones se están orientando a hacer lo posible por engrosar sus filas y sumirlos en una pobreza y desesperanza aún más severa y persistente. La demolición del Estado, desde el gobierno, es algo que nunca hemos visto aquellos que tenemos memoria de los últimos cuarenta años.
Lo más visible son los nombramientos reiterados de altos funcionarios, empezando por la mayoría de los miembros de los gabinetes ministeriales, sin competencias ni experiencia para dichos cargos. No obstante, esta es solo la literal punta del iceberg. El copamiento de altos cargos en cada vez más entidades del Estado y su contracara, la expulsión de la tecnocracia gubernamental, son masivos. Tenemos un MTPE enfocado en destruir las oportunidades de empleo formal, un Midagri enfrascado en utópicas segundas reformas agrarias que en vez de solucionar el acceso a fertilizantes de pequeños agricultores propone repartir guano, un MEM inoperante que pareciera enfocado en azuzar conflictos sociales en torno a la minería y quebrar a Petroperú, un Minsa que no sabe siquiera la dosis correcta de una vacuna y la lista continúa.
Adicionalmente, cada vez existe mayor evidencia de la influencia de intereses ilegales y hasta criminales -el término “informales” sería un eufemismo- en designaciones y políticas del Ejecutivo, orientadas a beneficiar a estos grupos en detrimento de los ciudadanos (un ejemplo es el MTC).
Estamos viviendo un desmontaje acelerado de la institucionalidad estatal, una regresión en políticas públicas y una inoperancia y disfuncionalidad extrema en la gestión pública. En resumen, la cultura “combi” y lo peor de las malas (y corruptas) prácticas que se habían apoderado de algunas regiones ahora controlan el gobierno nacional.
Lamentablemente, el Congreso también tiene su cuota de responsabilidad. No ejerce control político adecuado ni plantea salidas viables a la crisis de gobernabilidad. Intentar vacancias presidenciales de dudosa constitucionalidad y destinadas al fracaso dada la correlación de votos, o proponer recortes del mandato presidencial, pero sin asumir consecuencia alguna, no son solución y profundizan la inestabilidad. Además, insiste con leyes inconstitucionales, populistas y significativamente dañinas fiscal y económicamente (devolución del Fonavi, exoneración masiva de IGV a alimentos, nuevos retiros de fondos de pensiones, etc.).
Comentario aparte merecen aquellos aliados y altos funcionarios a quienes les correspondía ser los resguardos éticos al interior del gobierno y tenían la tarea de formular políticas responsables, pero que fueron tolerantes con un gobierno en evidente descomposición desde el primer día. El volverse críticos u opositores recién al ser separados no los absuelve de responsabilidad, por más esfuerzos que hagan por intentar salvar cara (por intereses electorales y políticos).
La salida al profundo hoyo en el que nos hemos metido no es sencilla. Idealmente, y respetando cauces constitucionales, el presidente Castillo empezaría a gobernar de manera responsable, partiendo por un recambio casi total del gabinete, convocando a personalidades destacadas, que enrumben las políticas de gobierno y generen confianza en la idoneidad moral de sus miembros. Este es un reto no menor, dados los antecedentes y falta de credibilidad en que el presidente quiera -o pueda- hacer un cambio real.
Desafortunadamente, el presidente Castillo está optando por fomentar el conflicto como pretexto para presionar por algunas de sus propuestas más contenciosas y peligrosas de campaña, como la Asamblea Constituyente, de dudosa constitucionalidad. Más aún, desde el propio gobierno y sus aliados políticos, se está fomentando la inestabilidad social con este único fin. La incertidumbre que una propuesta así generaría de lograr, alguna probabilidad de éxito, terminaría de deprimir la inversión privada y pondría en grave riesgo nuestra credibilidad económica y calificaciones crediticias. Y lo peor es que no solucionaría ninguno de los problemas acuciantes para los peruanos. A futuro, hemos visto las nefastas consecuencias de reformas constitucionales en países con agendas como las del gobierno.
La erosión de la institucionalidad y la gobernanza mientras más avance, más difícil será de revertir. Su impacto sobre la prosperidad y el desarrollo económico y social será cada día más visible. Y en un entorno externo con riesgos de múltiples fuentes (pandemia, invasión rusa a Ucrania, alzas de precios, retiros de estímulos monetarios), los fuertes vientos de cola que hoy son el principal soporte de la economía pueden desaparecer, y allí la situación económica se deterioraría significativamente.
Las encuestas indican que la inmensa mayoría ve como la única salida viable -aún con la incertidumbre de que venga después- un adelanto de elecciones generales, ante el hartazgo con Ejecutivo y Congreso. Cada día que pasa es más difícil no compartir dicho sentir. Pero pareciera que quienes no perciben esta urgencia de cambio son aquellos encargados de hacerlo posible.